17. Oct. Un globo infantil atrapado, con una carcajada agónica de locura, aguarda su final
Era una ascua yaciente de las fiestas pasadas, pudiera ser el último rescoldo de esa gran fiesta que, como todos los años, germina los excesos, los artificios y lubricidades por las calles de la capital aragonesa: calles donde los músicos andinos cancionan y siringan para devolver su voz tonante a las divinidades de oro fundido; y, donde, los oferentes de caduca casticidad, colman de rosas y claveles el manto de una virgen que simula observar hierática en la distancia.
Aquel globo infantil era el malherido de las fiestas pasadas, un globo atrapado entre el ramaje de un aligustre, capturado como una mosca por planta carnívora para devorar su helio poco a poco, lentamente, degustándolo y pretendiendo con ello, tal vez, alzar su follaje más alto que ninguno de sus convecinos. Y aquel globo infantil ―salido como de un pincel de Munch, como si el horrísono «grito» lo hubiera acompañado desde una feria de pesadillas―, retorcido de consunción, adelgazaba, se plegaba, y, su otrora sonrisa de bonanciles dichas, era ya horrible carcajada, una carcajada agónica de locura, mueca de espanto, de locura final ante el ineluctable destino.
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