Monsieur de Bougrelon cuenta el extraño encuentro en Ámsterdam, de dos turistas con un viejo y excéntrico charlatán
Jean Lorrain, una vida
adscrita a los excesos
Jean
Lorrain (1855 – 1906) era el seudónimo que un escritor de finales del
antepasado siglo utilizó para ocultar su verdadero nombre: Paul Duval. Fue
Lorrain un prolífico autor que cultivó la poesía, cuentos, novela, crónicas periodísticas
y hasta comedias teatrales. De tal forma, no podía resultar extraño que artista
tan laborioso no tardará en alcanzar cierta nombradía, sin embargo, si en parte
alcanzó fama con su trabajo, no menos popular llegaría a serlo —para bien o
para mal— por sus azarosa forma de vida.
Siendo todavía un adolescente comenzó en Fécamp —su población natal— a llevar
una vida de excentricidades y disipaciones que pronto lo convertirían en
objetivo predilecto de las críticas reaccionarias de la sociedad pacata de provincias.
Con veinte años pasó fugazmente por el cuerpo de húsares, pero quizá su intermitente
precariedad de salud, o su condición de homosexual, le hicieron desistir de la
carrera militar.
Jean Lorrain |
Lorrain
marchará después, decidido a triunfar en
las letras, hacia la populosa capital
francesa, urbe más adecuada para el esparcimiento y escaparate de los jóvenes y
soñadores aspirantes a alcanzar los laureles de la Literatura. Allí rondará por
las variadas cofradías intelectuales que surgieron al albor de la III
República, donde los más irreverentes artistas formaron y sellaron grandes
comanditas: el Círculo de los Zutistas o la sociedad de los Hidrópatas, fueron
algunas. De tal forma llegaría a amistar o tratar con autores de la talla de Barbey d'Aurevilly, Paul
Verlaine, J. K. Huysmans o Rachilde, entre otros muchos. Pero Lorrain, debido a
sus extravagancias y ciertas baladronadas, entablaría no pocas enemistades con
figuras importantes de la sociedad parisina: Robert de Montesquiou —prototipo
del dandismo elegante y aristocrático—, o el gran Marcel Proust, con el tendrá
un conato de duelo, engrosarían la lista negra de sus relaciones. Y es que Jean
Lorrain, homosexual declarado, e insinuante provocador, gustaba de hacer gala
de las más excéntricas ebriedades sicalípticas: su silueta se caracterizaba por
el uso de chaquetas de colores llamativos, el abarrocamiento de anillos,
maquillaje, uso de perfumes..., incluso se cuenta la anécdota de que en cierta
ocasión se dejo ver con las nalgas pintadas de verde.
Para
un escritor así, tampoco las drogas le serían desconocidas, y muy especialmente
se hizo aficionado a la ingesta del éter, cuyos efectos y alucinaciones serían adelante
motivo de varios de sus relatos. El consumo de éter, el cual se puede ingerir o
bien por forma bucal o por inhalación, produce en el consumidor un
agudizamiento de los sentidos y del pensamiento, si bien en exceso llega a
provocar alucinaciones visuales y auditivas. Por lo que no resultó extraño que
en 1893 lo tuvieron que operar de varias úlceras intestinales provocadas por la
ingesta del deletéreo líquido. Dos años después, no por casualidad, publicó su
colección de relatos Relatos de un bebedor de éter, donde la droga se convierte en el hilo conductor de una
serie de pasajes que llegan a rozar lo sublime y psicótico en cuentos como “Los
orificios de la máscara”.
Edición en español de Caja Negra |
Y
a pesar de aquella accidentada vida privada —o quizá no tan privada—, Jean
Lorrain sacó fuerzas y tiempo para desempeñar una gran actividad periodística:
trabajó o colaboró en varios periódicos franceses como Le Courrier Francais, L, Echo
de París, Le Chat Noir, o Le
Journal donde escribiría una suerte de crónicas semanales algo maledicentes
y duras. En sus novelas, por otro lado, su gusto por lo mórbido y lo oscuro lo
llevaron a explorar el decadentismo de una forma excepcional. Obras como Monsier de Brougelon, la citada Relatos de un bebedor de éter, o Monsieur de Phocas, se convirtieron en
auténticos paradigmas de aquel género finisecular.
Sin
embargo, ya hacia el final de sus días,
y tras dilapidar una pequeña fortuna que heredó de Gules Grasset en 1903, sus
problemas económicos y de salud se agravarían notablemente. Los años de excesos
hicieron mella en su cuerpo. En 1900 había decidido abandonar París e instalarse
en Niza junto a su madre; en 1904 se vio compelido a escribir La mansión Philibert para hacerse cargo
del pago de una indemnización que tuvo que afrontar ante la demanda de una
artista que había sido injuriada por Lorrain en uno de sus escritos periodísticos.
Y
llegamos a 1906, cuando ocurrió el extraño suceso de su muerte, acaecido en
París durante uno de sus acostumbrados viajes. Relatan los cronistas que fue
hallado inconsciente en la bañera con una perforación en el colon; pero sobre
las causas del detonante de la muerte, la versión oficial informó que se debió
a la ingesta de éter, sin embargo otros apuntaron a que el daño del colon pudo
deberse a una simple lavativa que afectó fatalmente a su ya dañado órgano,
mientras que otros, incluso, han llegado a sugerir que pudo ser víctima de algún crimen
homofóbico. Sea como fuere, el hecho cierto es que Jean Lorrain murió pocos
días después en el hospital, tras no superar el coma.
Su
entierro se realizó en el monasterio de Fécamp bajo un cielo zinc plañidero. Aquellos restos serían inhumados en la década
de 1980 para un traslado, y los testigos afirmaron que al proceder a la
abertura del féretro una extraña fragancia a éter se atisbo vagarosamente.
El estilo literario
decadente
No
vamos a profundizar mucho en los principales topos de la literatura decadente,
pues ya en una anterior reseña fueron explicados, si bien cabe recordar que
sus rasgos más característicos son un gusto por lo mórbido y refinado; la creencia
suprema del arte por el arte donde se prima el goce estético a la propia
historia; así como un rechazo a la
sociedad presente: tanto a la sociedad burguesa positivista como a las posturas
que abogan por la sociedad de masas, frente al estado que busca absorber al
individuo se contrapone la pose nihilista y el egotismo. En la literatura
decadente se prima el protagonismo por lo especial y único, lo extraño, por lo
aristocrático, especialmente venido a menos y agónico, así pues, se relatan y
describen las perversiones y degeneraciones de una sociedad paralela con
tendencias exclusivistas, que vive al margen de todo y todos, en un mundo creado
a su gusto y cargado de artificios y paraísos artificiales.
En
las obras de Lorrain, todos estos caracteres se cumplen, abundan los personajes
neurasténicos, excéntricos, casi psicóticos, o los hastiados que buscan nuevos
placeres por medio de la exploración de los sentidos, por lo que forma la
alteración mental y lo agónico cobran un protagonismo. Veremos ahora como en la
novela Monsieur de Brougelon, varios de aquellos topos harán paseíllo por
los capítulos de la mano del viejo y extravagante Monsieur de Bougrelon.
Monsieur de Bougrelon
Monsieur de Bougrelon (reeditado por Cabaret Voltarie) cuenta el extraño encuentro en Ámsterdam, de dos turistas con un viejo y
excéntrico charlatán: Bougrelon. Este personaje se presenta como un anciano aristócrata
francés exiliado en Holanda desde hacía varias décadas, cuando acompañó a un
enigmático amigo —ya fallecido— llamado Monsieur de Mortimer. Los dos viajeros
franceses, cuya identidad nunca será desvelada, son guiados a través de M.
Bougrelon por diferentes lugares desde los bajos fondos portuarios hasta el
museo principal de la ciudad. El argumento girará irremediablemente por medio
de una serie de relatos que Bougrelon cuenta a los turistas para amenizar su
estancia. Aquellas historias, donde siempre se da cuenta del enigmático M.
Mortimer —supuestamente trasunto del Bougrelon juvenil— se convierten en un
canto a lo perdido, donde el pasado es descrito con nostalgia, pero alejado de
cualquier pretensión de revivirlo. Lujo, conquistas amorosas, duelos,
asesinatos..., todo ello se desenvuelve vívidamente en un paisaje que ayuda a
recrear una imagen de Holanda brumosa, crepuscular, misteriosa y fría.
Holanda es una cortesana: se ofrece pero no se da; el agua de los canales es profunda, los barcos se reflejan en ellos y no se hunden; si se hundieran, señores, no se les volvería a ver. Amsterdam, Rotterdam y todos los Dam del mundo están construidos sobre abismos, sobre pilotes; reflexionen sobre ello (p. 43).
Los
propios holandeses son descritos de forma acorde con el ambiente, “[...] en
general el holandés es más bien feo y la holandesa no le anda a la zaga.” (p.
34)
Calabazas y melones, en lo tocante a la silueta; la tez berenjena señores; con las carnes agrietadas por el frío, el holandés tiene las mejillas violeta. Y los ejemplares encontrados, embutidos en sus gorros y abrigos de piel, son focas: varían, señores, entre el pescado seco y el becerro marino. Kalverstraat, la arteria principal, se le llama calle de los Becerros; y el nombre está plenamente justificado: son auténticos becerros, señores (p. 96.).
Pera
estas opiniones un tanto sibilinas hacia Holanda y sus habitantes no son
gratuitas, tienen un porqué, justificado por el exilio forzado. En la crítica
hacia Holanda y los holandeses Bougrelon lo que hace es criticar el orden
presente que se ve forzado a vivir, y sufrir, en contraposición a aquel pasado
idílico de poder donde la nobleza francesa era la casta que dirigía y guiaba
los designios del resto. Se aprecian sus anécdotas como un último canto de
cisne, una saudade por el pasado aristocrático y ocioso de la juventud que
nunca regresará. Bougrelon, pertenece a una clase social que perdió su lugar en
un “siglo de lucro y groseros apetitos”, y está obligado a residir en una
Holanda llena de burgueses comerciantes. Se entiende por ello que en el
capítulo “Nostálgicas muñecas”, donde se visita el museo de la ciudad, el provecto
aristócrata remembre como él y M. Mortimer estuvieron enamorados de los cuadros
de pintores españoles e italianos como Veláquez y sus Meninas o da Vinci y su Mona Lisa. La pintura del español
reflejaba el lustre de las infantas cereñas, mientras que el segundo capturaba
la enigmática belleza andrógina de una “ninfa vampiro”.
¡Háblenme de Velázquez, es mucho mejor! Por más que las cabezas de las infantas sean de cera y sus cabellos de seda lacia, uno puede enamorase de esas figurillas. Hay reflejos de auto de fe en los moarés y los rasos de sus vestidos; y las rosas que desdeñosamente sostienen en la punta de los dedos están rojas por la sangre de los judíos degollados en el atrio de las catedrales. [...] ¡Velázquez es realmente el pintor de la vieja aristocracia! Es el fastuoso historiador del fin de una raza de reyes (pp. 63-64).
Aquella
femenil decadencia señorial y ambiguos atractivos son para Bougrelon
características muy superiores que no enseñan las representaciones de las
mujeres de la Escuela Flamenca vistas como “vendedoras de arenques, o peor,
sabañones sobre fresas abollonadas....” (p. 63.) Así, desvela Bougrelon sus
preferencias artísticas que se imbrican directamente con su ideario dandi y
clasista. Ve entre los artistas españoles e italianos a pintores que supieron
captar la luz crepuscular del poder imperial y de la iglesia católica, mientras
que por el contrario los holandeses tan solo reflejaron lo más importante para
ellos: el comercio. “Los españoles pintaron hijas de reyes, los italianos
amantes de los papas, pero estos flamencos solo ensalzaron sus corporaciones.”
(p. 66.).
De
la misma forma la religión, y más concretamente el catolicismo, es contrapuesto
al protestantismo: Bougrelon y Mortimer como últimos representantes de la
aristocracia francesa también eran católicos, y el catolicismo es visto como
algo más elevado, más rico y sugerente, no tanto por una cuestión de fe, sino por
una posición estética.
El catolicismo era rojo; el protestantismo es peor, es incoloro y neutro y atraviesa la historia vestido de droguete gris; como un patán [...] La muerte de la alegría, eso fue el protestantismo, señores, y fue también la muerte del lujo y de la lujuria (p. 65).
Pero
aquel esplín melancólico todavía se acrecienta más en el siguiente pasaje “El
gabinete de las Muertas” donde en la sala de los vestidos antiguos del mismo
museo, Bougrelon comienza a describir a
sus compañeros la moda recargada y rica del enterrado siglo XVIII, siglo cumbre
del poder y del lujo de la nobleza francesa. Aquella sociedad absolutista es
descrita con melancolía, pues él mismo se siente parte de ella. “Aquí
reencuentro una sociedad, ya desaparecida, pero que conocí. Aquí estoy en mi
ambiente” (p.72.) Monsieur de Bougrelon toma conciencia y parece desnudar sus
más íntimos pesares ante sus compatriotas. “Un viejo dandi olvidado en un siglo
de lucro y de groseros apetitos, un viejo fantoche refugiado en medio de
fantasmas: eso, señores, es lo que en realidad soy.” (p. 74.)
Bougrelon muestra, como si de un guía perverso
del museo se tratara, “la agonía del final del siglo XVIII”, así, sus
descripciones están cargadas de abarrocadas y extrañas adjetivaciones, que
acaban inoculando en los dos
sorprendidos visitantes una contagiable sensación de deletérea langidez:
A medida que avanzábamos con lento recogimiento por aquellas vitrinas semejantes a sarcófagos, nos inundaba una infinita tristeza, una ternura piadosa, cansina y sosegada a la vez, y, desmadejados, vagábamos de aquí para allá, fuera del siglo, no como en un museo, sino como en la habitación de un enfermo, temiendo despertar las almas de los oropeles expuestos ante nuestros ojos (p.71).
Llegamos
ahora a dos de los capítulos más sublimes de la novela Lorreniana: “Hipotéticas
lujurias” y “Un manguito fantástico”, en ellos, la sicalipsis y lo criminal se
unirán acertadamente en unos pasajes de inquietante conturbación. En “Hipotéticas
lujurias” Bougrelon remembra cómo él, y M. Mortimer intentaron conquistar sin
éxito a Barbara, toda una femme fatal,
que al contrario de mostrar las manidas cualidades literarias de estas mujeres
(delgadez, androginia...), destacará precisamente por sus curvas mórbidas, como
las de una Venus de Willendorf. Quizá Lorrain buscara parodiar los topos
comunes de las femmes fatal, o bien
transgredir aún más los límites de lo extraño, haciendo exacerbar la pasión de los donjuanes,
en un cuerpo que no correspondía al de la belleza simbolista, sino todo lo
contrario, más bien representaba la
fertilidad, la belleza pueril y casi burguesa, que esplendía escondida
voluptuosamente tras unas livianas telas.
Pero hay mujeres que son como ogresas ante los cuerpos desnudos de los jóvenes, Barbara era de esas. [...] Blanca y rolliza con dos pezones de carne untuosa como leche, siempre insinuantes en la ventana de su camisola de damasco briscado, tenía poderosas caderas envaradas telas [...] los lóbulos de las orejas tan carmíneos y una piel tan traslícida con, entre el rosa húmedo de sus labios, unos dientecillos tan anacarados que uno, señores, hubiese querido comérsela con cuchara, como un sorbete... Era sabrosa y helada o, al menos, así lo parecía (p. 79).
La
mujer rolliza y apetecible es cosificada en un postre, “un sorbete” que gusta
de saborearse. Pero aquella mujer guarda su sexo, no cae a los encantos de los donjuanes, pues ella también se reserva
para un no menos extraño ritual de sicalipsis. Y es que la fémina se estimulaba
y encontraba el placer recreándose al ser observada desnuda por su sirviente
etíope mientras era obligado a desempeñar tareas humillantes y sumisas.
[...] se bañaba todas las mañanas delante de un etíope colosal. Con refinada crueldad carnal, aquella ogresa blanca (lo era) había destinado para su servicio íntimo a un monumental africano, sí, señores, a un gigante negro que ardía por ella en el más desenfrenado de los deseos. Hacía que la calzara y le atara los zapatos; él la sacaba del baño, la secaba en albornoces de plumón de cisne, pero prudentemente embutido en cuero, el calzón de un mártir, señores, en el que aquel hombre, aprisionado en su terrible y enfajado deseo, se consumía cautivo (p. 81).
Aquel
juego de voyerismo, de lubricidad íntima acabará trágicamente. Barbara, que se
satisfacía con aquel juego donde la violación era una constante posibilidad que
se percibía en el ambiente, finalmente será asesinada. Aparecerá estrangulada en la bañera con uno de sus senos descarnado.
El etíope, loco por la incesante provocación sexual, la devorará como a una
fruta, como a aquel sorbete apetecible con el que Lorrain había hecho un símil.
En
“Un manguito fantástico” el recuerdo de Barbara seguirá presente. Se relata
cómo Mortimer encuentra a un caniche callejero cuyos ojos extrañamente verdes,
le recuerdan a los de la desaparecida Barbara. “El incomparable atractivo de
dos ojos verdes líquidos, no verde esmeralda, no, sino verdes del color de la
absenta, de una absenta batida” (p. 87.) Así, el can será adoptado por Mortimer y bautizado con el mismo nombre de la desventurada. Sin
embargo aquel perro que recordaba efervescentemente a la femme fatal, nunca alcanzada, acabará sufriendo el mismo final: M.
Mortimer, no pudiendo soportar más el extraño hechizo de los ojos del perro lo
asesina degollándolo, y Bougrelon, con la piel ensangrentada se acabará
haciendo unos manguitos que seguirá portando, para desconcierto de los dos
turistas franceses, en el momento de la narración.
Pero
el grado de extravagancia y de culto al artificio tendrá todavía un giro más
inesperado en los capítulos siguientes, donde Bougrelon comienza a relatar la
belleza que puede sentirse observando detenidamente unos tarros de conservas que
su enigmática Dama —mujer con la que juega a las cartas y acude los domingos a
la iglesia— posee en su casa. Los matices de los botes de conservas y sus extrañas
formas flotantes son motivo de una analogía iconoclasta comparándolos con las
obras de los grandes pintores. Así por ejemplo:
[...] las conservas, señores, son auténticas fantasías artísticas. Conozco, caballeros, tarros de naranjas chinas y de albaricoques que hacen palidecer los Van Ostade. Solo Rubens, mejor dicho, solo Van Dyck puede competir con los rosas encarnados y los brillos plateados de ciertos botes de anchoas. [...] Esos tarros de ostras contienen todos los Aquelarres de Goya. Son criaturas mortinatas ofrecidas por las brujas a Mamut, rey de los demonios” (p. 102.).
Y
aquel disparate todavía se torna mayor cuando se llega a personalizar un tarro
de conservas de piña. Este recibirá el nombre de “Atala”, y para Mortimer y
Bougrelon será, por sus colores y extrañas formas, una evocadora representación
de aquellos ojos de la desafortunada Barbara.
Aquel tarro brillaba como una esmeralda monstruosa en la que hubiesen incrustado una fruta con palmas de oro... Aquella piña, señores, era el ojo de Barbara y también las profundidades del mar. (p. 105.).
Los
colores glaucos del tarro, junto a las formas del ananás en conservan sugieren,
en la mente de Bougrelon y Mortimer exóticas visiones de las profundidades de
los océanos.
[...] era el abismo, el Abismo y su pesadilla ondulosa y verdusca, el abismo encerrado entre paredes de cristal y el alma de los viajes, el alma de los países lejanos, de las Américas y de las Indias lejanas, el alma de Java, de Sumatra y de las islas Afortunadas [...]. Todo lo sublime de la Invitación al Viaje, todo Baudelaire en el escaparate de un abacero (p. 106.).
Finalmente
cabría resaltar también el juego que en la novela se da entre lo ficticio y lo
real, pues al lector no llega a aclarársele si aquel Monsieur de Mortimer fue
un personaje verdadero, o quizá una mera invención de Bougrelon: las mismas
conquistas, los mismos gustos..., llegan a confundir; esta sospecha además cobra
mayor tangibilidad cuando en el último capítulo se descubre que el propio M.
Bougrelon era un charlatán, un farsante, que malvive de la música junto a una
anciana —su Dama— que lo acompaña tocando el arpa en los tugurios de los
barrios portuarios.
De
tal forma el hastío, el tedio, como bien sucede en otras obras decadentistas,
lleva a los personajes a experimentar y descubrir las nuevas fronteras de
sensaciones para gozar de extravagantes placeres. Si se acepta que todo lo
relatado Bougrelon era falso, se entenderían aquellas historias como producto
de la fantasía del provecto músico por escapar de aquel mundo de laceria y
brumosidad. El hastío como motor de la búsqueda de nuevos paraísos o realidades
oníricas, ya se pudo ver en la novela de Huysmans A contrapelo, donde su protagonista, Jean Des Esseintes, cansado de
los excesos de la gran ciudad buscaba experimentar con los sentidos nuevas
sensaciones, aislado en un preparado caserón de provincias. En esta novela encontramos
dos momentos claves donde esta misma idea también se deja entrever. Antes de
relatar el episodio del caniche Bougrelon se justifica diciendo “Tres meses de
estancia frente a este monótono mar, y el alma debilitada `por el hastío está
madura para los peores desordenes, señores” (p. 78.) Más adelante, son los dos
visitantes los que se ven presas de aquella mórbida afección, cuando en una
peletería, comienzan a experimentar un placer fetichista tras tocar y acariciar los cueros curtidos y los
pelajes de los abrigos. “¡Ah!, ¡Les he descubierto señores! También ustedes
están empezando a sufrir la deletérea influencia de estos países de bruma.
Pensamientos de lujuria.” (p. 100). Al final, incluso el narrador llega a afirmar
que el viejo hidalgo no era más que un producto de su hastío:
M. de Bougrelon era producto de nuestro hastío, de aquella atmósfera de niebla y de algunas borracheras de schiedam; le habíamos dado cuerpo a nuestras fantasías de alcohol, un alma a las sugerencias de los cuadros de los museos, una voz a las melancolías del muelle del Príncipe-Enrique y del Canal del Norte (pp. 115-116.).
Así
pues, en Monsieur de Bougrelon están muy presentes los temas preferidos de
Lorrain, ya vistos en otros relatos y novelas: lo oculto tras las máscaras (¿Es
Bougrelon quien dice ser?), las dobles identidades (¿Mortimer es el propio Bougrelon?),
el culto a lo raro (idealización de tarros de conservas), la atracción y los deseos
lúbricos no satisfechos del todo con toques de sadismo y voyerismo (caso de
Barbara y su brutal asesinato debido a su juego cruel, degollamiento del
caniche), los escenarios suburbiales (la mayoría de los espacios donde se
mueven son zonas portuarias de prostitutas y marineros), etc.
Edición en español de Cabaret Voltaire |
Los personajes
Vamos
ahora a presentar un listado con los principales personajes de la novela
lorrainiana, así como sus características más destacables, para dar mejor
cuenta de la obra.
Narrador
y acompañante: poco se sabe de ellos, siquiera sus
nombres, llegados de Francia para visitar Ámsterdam, les atraen los bajos
fondos, y se alojan en el Café Manchester,
un tugurio de dos pisos donde conocen a Bougrelon, poco a poco van empatizando
con este y se dejan llevar por sus raras y pintorescas historias hasta llegar a
experimentar ellos mismos algunas de las influencias sensoriales decadentes.
Monsieur
de Bougrelon: viejo charlatán, supuesto aristócrata
francés empobrecido y exiliado de los tiempos de la Restauración monárquica. Se
viste de forma llamativa (como el propio Lorraine), se aprovecha de los
visitantes franceses, los acompaña por los suburbios y los museos mientras
ellos le pagan la comida y bebida. Bougrelon actúa como un dandi de ropa raída
y joyas falsas, pero en ocasiones como un pelele. La prostituta Gudule lo
zarandea en una ocasión, lo levanta y le hace dar piruetas. Hacia el final
queda tuerto y lleva un parche lo que da a su silueta un aspecto más grotesco y
cómico.
Monsieur
de Mortimer: supuesto amigo, ya muerto, de
Bougrelon. Es descrito como guapo, delgado de cintura —como Bougrelon lo que da
pistas sobre la duplicidad del personaje—, y amante de las mismas mujeres que
aquel, todo hace sospechar que se trata de una invención, o quizá del trasunto
de Bougrelon en su juventud. Héroe decadentista, un donjuán orgulloso que es capaz de dejar embarazada a una mujer por
el simple hecho de ponerla en ridículo tras haber insinuado que usaba corsé de
mujer; y de degollar a un caniche que le recordaba demasiado a una mujer que no
llegó a conquistar. Mortimer y Bougrelon son inseparables, casi podría decirse
que actúan como uno, huyen a Holanda tras matar en un duelo —provocado por una
mujer— a un soldado escocés.
Barbara:
parodia de una auténtica femme fatal,
rolliza, de tres pliegues en el cuello y glauca mirada ajenjosa. Enerva los
deseos de Mortimer y Bougrelon, mas no la consiguen. Sucumbe víctima de una
violación por parte de su sirviente etíope, precisamente por haber disfrutado
lúbricamente provocando al sirviente sin satisfacerle.
La
marquesa Della Morozina Campeador Cantés: española, Bougrelón
mantuvo un amor platónico con ella en su juventud, ¿quizá la llego a poseer una
noche? Se trata de una especie de Carmen, viuda de un oficial mejicano, sufrió
quince violaciones defendiendo la ciudad de Puebla durante la ocupación
francesa de México. Poseía un collar de quince rubíes que representaban sus
quince violaciones, “salvaje apasionamiento de su espíritu”. Para Bougrelonm
era como una Salomé. Ya arruinada el dandi le cedió una renta para que viviera
retirada hasta su muerte.
Deborah
y Gudule: prostitutas del Café Manchester, bien conocidas por Bougrelon; son poco agraciadas,
intentan buscar los favores del narrador y su acompañante sin éxito. Una es
descrita como “culibaja y paticorta”, la otra como una comadre que no le hace
ascos a la cerveza ni a los besos de los machos.
La
Dama de Bougrelon: mujer enigmática que comparte vida con
Bougrelon, “la otra Barbara”, dueña de
la supuesta colección de conservas y de la propia Atala, “Dama de la
Hermosura”. Finalmente se desvela como una vieja encorvada que tañe el arpa
acompañando a Bougrelon el cual toca el violín en los tugurios portuarios.
*
* *
En
conclusión Moniseur de Bougrelon, es un relato donde la estética Fin-de-siglo
se despliega de forma magistral: máscaras, lujos perdidos, crímenes,
perversiones, idolatrías,... En sus páginas el lector asiste a todo un desfile
de los componentes más visibles de aquella literatura que los críticos gazmoños
llamaron decadentista, y que supuso para el público y sus escritores un mástil que
enarboló la bandera del individualismo y lo afectado, del ocio y del arte, frente
a lo popular y realista, el comercio y la ciencia que defendían los
positivistas: Baudelaire había triunfado.