Escenas del anarquismo en la literatura de índole bohemia (Emilio Carrere y El reino de la calderilla; Luces de bohemia, La rosa en llamas de Valle-Inclán; y Caruty de Aurora roja)
En el alborear del viejo siglo la literatura
bohemia trazó no pocas escenas relacionadas con el anarquismo, y es
que hacia finales del siglo XIX y principios del XX corrió una suerte de moda anarquista, y más
concretamente hacia lo que se conoció como anarquismo literario: Allí la efímera revista La Anarquía Literaria (1905); acá la satírica y anticlerical Don Quijote (1892--1903) cuyo lema rezaba “este periódico se compra, pero no se vende”; acullá Azorín con sus juveniles artículos sobre anarquia y literatura;
incluso Rubén Darío llegó a declarar “yo soy anarquista, porque no puedo ser
príncipe; pero mi anarquismo es otro. ¡Quiero la aristocracia del talento!”.
Otros ejemplos menos enfáticos los encontramos en las historias folletinescas,
al estilo de Misterios del Anarquismo
publicados en el Heraldo de Madrid,
por Hamlet Gómez[1],
y cuyo rubro recogía una moda postrera ―la de los Misterios― que principiara Eugène Sue hacia 1840; también cabe recordar Mi bohemia
revolucionaria (1921) de Salvador Cordón[2];
la colección de cuentos Dinamita Cerebral
(1913) prologada por Joaquín Mir y Mir, o versos de autores tan dispares como
Xavier Bóveda: “Y fui hampón una noche y otra noche anarquista/ y sentí la
añoranza de una bomba en mi mano,/ y fui, más tarde, artista/ vagabundo y
mundano” (Bóveda, 1917: 97), o Valle-Inclán al que luego se le dará cuenta.
Emilio Carrere: cronista de la
pirueta madrileña
Pero poniendo el foco en autor, bien podríamos
empezar remembrando al dicharachero cronista de la bohemia madrileña: Emilio
Carrere. Este autor, incansable brujuleador de la noche, y analista de mastuerzos
literatos, no fue ajeno a tales comuniones; recopiló no pocas anécdotas “de la
bohemia piruetista y el anarquismo barbudo y traspillado en conjunción
clownesca” según apuntaba Davamesk. Un
ejemplo de ello lo encontramos en uno de sus artículos donde da cuenta de un
traspillado traspillados y disparatado encuentro entre el escritor Francisco
Villaespesa y un joven, y todavía anarquista, Julio Camba.
Un día de opulencia se encontró
con Julio Camba. Villaespesa tenía un aire de gran señor, llevaba bajo el brazo
un formidable envoltorio. —Acabo de cobrar un libro y... me he comprado doce
mudas. —Hombre, me alegro mucho—exclamó Camba—; tengo una cita galante con una
bailarina, con la...—y pronunció uno de esos nombres radiantes, cascabeleros,
armados de voluptuosidad, que, desde los carteles teatrales, hacen latir
violentamente a los corazones de veinte años—. Estaba muy triste, porque no
podía ir por el estado ruinoso de mi deshabillé.
Pero tú has venido a salvarme. Me darás unos calzones. —La cosa es que,
verás... calzones no he comprado ninguno. —Me contraría mucho; pero, en fin, me
darás dos camisetas. —Tampoco, porque yo
creo que la camiseta es una prenda superflua, y no he comprado ninguna. —Bueno, hombre. ¡Al menos, me darás una
camisa! —Chico, la verdad, no puedo darte una camisa... entera. —¿Eh?
Villaespesa desenvolvió su lío. Las doce mudas se reducían a doce camisolines,
o sea doce cuellos y doce pecheras. ¡Oh, prodigios de la fantasía! La hermosa
bailarina esperó en vano aquella noche a Julio Camba. […] Estos episodios
pertenecen a la época heroica de mi generación literaria. Cuando Camba era
anarquista y sufrió un proceso por injurias a San Judas Tadeo (Carrere, 1918:
78-80).
De Emilio
Carrere es también la novelita García de
Tudela más tarde recopilada en un refrito intitulado El reino de la calderilla[3],
donde recreó aquel ambiente frontero que entre la poetambre y las figuras
anarquistas acaecía. Unas relaciones, en este caso, donde la impostura por
parte de los ‘solidarios’ bohemios se prodigo en demasía:
Las horas de comer en el hostal
daban origen a terribles controversias entre los pupilos. A la sazón menudeaban
los atentados anarquistas, cosa que indignaba mucho al catalán, que era un
hombre de orden y de creencias. —Pero esa policía, hombre ¿qué hace que no
desuella vivos a esos dinamiteros? ¡Valiente gentuza! El señor Terranova, uno
de los personajes barbudos y melenudos, dio un violento golpe con su tenedor:
—Usted no entiende nada de sociología, Raventós; usted es un mercachifle que no
alcanza el ideal de esos apóstoles rojos. —¿Pero usted va a hacerme creer que
no son unos criminales? —¡Pues claro que no! —Arguyó el otro traspillado y
siniestro cofrade—. ¡La dinamita es el incienso que se quema en los altares del
porvenir! […] Al oír que se trataba de luchar, García se sintió poseído de un
gran ardor revolucionario: —¡Ah, compañeros! ¡Yo seré de los vuestros cuando
llegue la hora de la lucha! ¡Yo iré con la tea encendida a quemar los palacios
de los poderosos, a destruir los templos
y los Bancos, que son las catedrales de la burguesía! Sus comensales
estaban un poco perplejos y el luchador continuó, presa de la divina fiebre de
la elocuencia: ¡Esta sociedad está podrida! ¡Ya asoma en el horizonte la aurora
roja de la revolución, los oprimidos afilan sus puñales en la sombra y se
preparan para asaltar las tiendas de comestibles! ¡Compañeros, que no quede una
sola cogulla ni un solo cetro! —Viva García de Tudela! —gritó el compañero
Terranova subiéndose sobre una silla. —¡Viva el gran luchador! aulló Quijada
agitando las servilleta. —¡Nosotros, los ácratas, debemos cantar la
internacional con violines hechos de tripas de burgués! ¡Nosotros realizaremos
las teorías de Bakounine y Kropotkine! ¡A luchar, compañeros! ¿Queréis que
vayamos ahora mismo a asaltar el Ministerio de la Gobernación? Los dos
hombrecillos terribles y barbudos le obsequiaron con una ovación delirante
(Carrere, 2008: 84-85).
Bien es cierto que en la obra de Carrere el bohemio
García de Tudela no va, finalmente, a quemar ningún Ministerio. En un momento dado
aquellos dos anarquistas planean llevar a cabo un atentado contra la familia
real, que desfilaba en tal sazón por Madrid, y dando por hecho que Tudela era
realmente uno de los suyos, se sucede un episodio que bien podría calificarse
de esperpéntico con permiso de don Ramón del Valle-Inclán:
Y se perdió entre la jovial y
apretada muchedumbre, cuyo clamoroso vocerío se alzaba con un largo rumor de
mar. Cuando estaba ingenuamente ocupado en mirar a las mujeres, en ver el
brillo del sol en las bruñidas bayonetas o en admirar la áurea bola de
Gobernación, se sintió asido violentamente por el brazo. —¡Salud, compañero
García de Tudela! Al volverse se halló con sus camaradas de hospedería, los
traspillados y barbudos anarquistas. El compañero Terranova, inmensamente
pálido, con los ojos sangrientos y desorbitados, miraba recelosamente a todas
las partes, apretando contra su pecho una sombrerera. Su cofrade, el terrible
Quijada, con muestras de igual azoramiento, le habló al oído misteriosamente: —Ha
llegado la hora compañero! Y antes de que García de Tudela pudiese impedirlo,
el compañero Terranova depositó en sus manos temblorosas la misteriosa
sombrerera. —Pero ¿qué es lo que hay dentro de esta caja? —balbuceó el poeta.
—¡¡Una bomba!! —respondieron a dúo ambos desarrapados camaradas. García de
Tudela estuvo a punto de desmayarse, pasó una nube roja por sus ojos y sus
piernas temblequeaban de terror. Al recobrarse, los compañeros Quijada y
Terranova habían desaparecido. El compromiso era tremendo. ¿Qué iba a hacer él
con aquella máquina infernal que un azar terrible había puesto en sus manos?
Porque llegada la hora de la acción, el fiero García de Tudela sentía que le
faltaban arranques para lanzar el explosivo. «Por qué habré yo dicho todas
aquellas tonterías? ¡Si no soy capaz más que de escribir mis Mariposuelas!» Y el luchador lloraba
desesperadamente […] (Carrere, 2008: 88-89).
Carrere también afiló su pluma
con el revolucionario y escritor Eduardo Barriobero, del cual pergeñó una
simpática crónica donde gustó resaltar, además de su inquieta labor como
activista…:
Todos sabéis que Barriobero es un
terrible revolucionario, un formidable socavador del orden social. Durante
mucho tiempo, su melancólica silueta quijotesca ha sido la pesadilla de golillas
y de ministriles. ¿Qué había un mitin de cigarreras? Barriobero a la cárcel.
¿Que algún orondo cacique se levantaba dispépsico? Metamos a Barriobero en
chirona. La tranquilidad del respetable vulgo reclamaba que el peligroso
anarquista estuviese siempre aposentado en el hosco palacio de la Moncloa. Y a
veces resultaba una admirable combinación económica para Barriobero... porque
en la calle, los comestibles habían decidido trasladarse a Saturno (Carrere,
1918: 127).
Su no menos importante habilidad
a la hora de preparar el plato estrella del Levante español:
Porque este terrible
revolucionario es un supremo artista en sus paellas, señores míos. Yo uno a
este suculento recuerdo un buen puñado de episodios juveniles; mi estómago
siente una onda sentimental al evocar aquellos arroces, que eran como un
paréntesis de encanto en medio de aquellos días menesterosos, en que el más
loco y bizarro mocerío florecía en rosas de alegría e imprevisión (Ib.: 128-129).
El Barriobero de aquella época
era inquieto redactor de revistas como Germinal;
destacó además encomiablemente en su labor de abogado defendiendo múltiples
causas a favor de trabajadores y sindicalistas; de ellos hubo aproximadamente
500 casos a favor de anarquistas (Zakopane,
2011: 231). Pero la ardua labor de Barriobero no quedó ahí, ya que también
descolló como un sui generis
traductor que “volcaría de manera muy personal al castellano también a
Dostoievski, Goethe, Quincey, Luciano, Suetonio, Ovidio, Maquiavelo…” según
cita Zakopane. Se podría decir que el
bueno de Barriobero vivió su particular bohemia madrileña asistiendo a algunas tertulias
como la del café la Luna, donde, y en connivencia, con Ernesto Bark, se
barruntó abrir una ‘Casa de la Bohemia’ cuya “pintoresca paradoja” ―como
afirmaba Carrere― pretendía auxiliar a los menesterosos hijastros de las
Letras.
En Luces de bohemia
Atendiendo ya a otro campo
artístico, y más concretamente a los escenarios de la musa Melpómene, quizá, la
representación más famosa que recoge la conjunción de simpatías
bohemio-anarquistas sea la celebérrima Luces
de bohemia, del controvertido e inimitable Valle-Inclán. En el imaginario
colectivo está aquella escena VI, que tan augustamente fue interpretada en el
cine por Fernando Arrabal e Imanol Arias.
Es allí donde el viejo y ciego poeta, Max Estrella, al entrar en los
calabozos de una prevención matritense, mantiene una suerte de diálogo con un
preso anarquista catalán —no por casualidad se llama Mateo— que aguarda el
momento de ser ejecutado. Valle-Inclán alejado de ese tono chistoso y
caricaturesco, tan característico en los textos de Carrere que hemos visto,
presenta aquí un estremecedor diálogo donde ambos protagonistas, escritor y
obrero, se ven hermanados por la miseria:
MAX: ¿Eres anarquista? EL PRESO:
Soy lo que me han hecho las Leyes. MAX: Pertenecemos a la misma Iglesia. EL
PRESO: Usted lleva chalina. MAX: ¡El dogal de la más horrible servidumbre! Me
lo arrancaré, para que hablemos. EL PRESO: Usted no es proletario. MAX: Yo soy
el dolor de un mal sueño. EL PRESO: Parece usted hombre de luces. Su hablar es
como de otros tiempos. MAX: Yo soy un poeta ciego. EL PRESO: ¡No es pequeña
desgracia!... En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto
menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero. MAX: Hay que establecer la
guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. EL PRESO: No basta. El ideal
revolucionario tiene que ser la destrucción de la riqueza, como en Rusia. No es
suficiente la degollación de todos los ricos. Siempre aparecerá un heredero, y
aun cuando se suprima la herencia, no podrá evitarse que los despojados
conspiren para recobrarla. Hay que hacer imposible el orden anterior, y eso
sólo se consigue destruyendo la riqueza. Barcelona industrial tiene que
hundirse para renacer de sus escombros con otro concepto de la propiedad y del
trabajo. En Europa, el patrono de más negra entraña es el catalán, y no digo
del mundo porque existen las Colonias Españolas de América. ¡Barcelona
solamente se salva pereciendo! (Valle-Inclán, 1997: 98-100).
En la conversación Valle-Inclán
amalgama varios problemas contemporáneos como el de la ‘Semana trágica de
Barcelona’ de 1909[4]; los
excesos que acarreó la ‘Ley de fugas’ del 20 de enero
de 1921[5] que supuso un caldo de cultivo,
entre otras cosas, para ese ambiente guerracivilístico que Barcelona sufrió con
el pistolerismo; también la virulenta conflictividad laboral; o el rechazo a la
Guerra de Marruecos: “EL PRESO: Es cuento largo. Soy tachado de rebelde… No
quise dejar el telar por ir a la guerra y levanté un motín en la fábrica. Me
denunció el patrón […] Conozco la suerte que me espera. Cuatro tiros por
intento de fuga […]” (Ib.: 102); sin
olvidar, incluso, la corrupción o servilismo que los grandes medios de
comunicación de la época ofrecían ante el poder: “EL PRESO: Llegó la mía... Creo que no volveremos a vernos...MAX: ¡Es horrible! EL PRESO: Van a matarme... ¿Qué dirá
mañana esa Prensa canalla? MAX:
Lo que le manden..” (Ib.: 104). Debe quedar claro a este respecto que la
primera versión de Luces de Bohemia
aparecida en el semanario España no
incluía las escenas segunda, sexta y undécima, por lo tanto la escena aquí
expuesta es resultado de aquel clima de crispación, y represión social, latente
en el momento[6].
Valle-Inclán también se acercó a
la cuestión anarquista por medio de un poema titulado Rosa en Llamas, donde hay un manifiesto motivo poético hacia Mateo
Morral. Curiosamente en su versión definitiva aparecida en Claves Líricas (1930) lo modificó sustancialmente borrando cualquier
huella que lo identificara con aquel hecho concreto, quedando el poema como una
composición de tintes vagamente reivindicativos. La primera versión, que es la
que interesa aquí, se publicó el 22 de julio de 1918 en la primera página de la
efímera revista aliadófila Los Aliados[7].
Claras
lejanías...Dunas escampadas...
La luz y la sombra gladiando en el monte.
Tragedia divina de rojas espadas
Y alados mancebos, sobre el horizonte.
La luz y la sombra gladiando en el monte.
Tragedia divina de rojas espadas
Y alados mancebos, sobre el horizonte.
El
camino blanco, el herrén barroso
La sombra lejana de uno que camina,
Y en medio del yermo, el perro rabioso,
Terrible el gañido de su sed canina
La sombra lejana de uno que camina,
Y en medio del yermo, el perro rabioso,
Terrible el gañido de su sed canina
..¡No
muerdan los canes de la duna ascética
La sombra sombría del que va sin bienes,
El alma en combate, la expresión frenética,
Y el ramo de venas saltante en las sienes!...
La sombra sombría del que va sin bienes,
El alma en combate, la expresión frenética,
Y el ramo de venas saltante en las sienes!...
En mi
senda estabas, mendigo escotero.
Con tu torbellino de acciones y ciencias:
Las rojas blasfemias por pan justiciero,
Y las utopías de nuevas conciencias.
Con tu torbellino de acciones y ciencias:
Las rojas blasfemias por pan justiciero,
Y las utopías de nuevas conciencias.
¡Tú
fuiste en mi vida una llamarada
Por tu negro verbo de Mateo Morral!
¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada,
Que estalló en las ruedas del Carro Real!...
Por tu negro verbo de Mateo Morral!
¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada,
Que estalló en las ruedas del Carro Real!...
Henry Cornuty (Caruty)
Henri Cornuty, o Enrique Cornuty
como se le conocía en el Madrid 1900, fue un bohemio y anarquista —de ideas más
que de acciones— que pululó por las tertulias y cenáculos de la ‘gente del 98’,
prodigando no pocas anécdotas —la mayoría de ellas, recogidas por los hermanos
Baroja— que dieron que hablar. Este, además, quedaría inmortalizado en nuestra literatura al ser utilizado por Pío Baroja como modelo para la construcción de uno de sus personajes en Aurora roja, nos referimos al irreverente anarquista
Caruty.
Entre las escenas que protagoniza en la novela destaca aquella donde el bohemio francés, asistiendo a un mitin político, en un momento dado
subió al escenario y fuera de sí lanzó a los cuatro vientos aquel lema tan
finisecular que fue “Viva la anarquía! ¡Viva la literatura!”:
Y Juan siguió hablando; su voz, que se iba haciendo
opaca, tenía entonaciones de ternura; sus mejillas estaban encendidas. En aquel
momento parecía sentir los dolores y las miserias de todos los abandonados. Nadie seguramente pensaba en la posibilidad o imposibilidad de las
doctrinas. Todos los corazones de la multitud latían al unísono. Ya iba a
terminar Juan su discurso, cuando se produjo un escándalo en las últimas filas
de butacas.
Era Caruty, que se había subido
al asiento, pálido, con la mano abierta.
—¡Fuera! ¡Fuera!, que se siente
-gritaron todos, creyendo quizá que intentaba replicar al orador. —No, no me
sentaré —dijo Caruty-. Tengo que hablar. Sí. Tengo que decir: ¡Viva la
Anarquía! ¡Viva la Literatura! Juan le saludó con la mano y dejó la tribuna. Una
agitación extraña se sintió en el público. Entonces, como despertado de un
sueño y dándose cuenta de su belleza, todos, de pie, se pusieron a aplaudir de
una manera rabiosa. La Salvadora y Manuel se miraban conmovidos con lágrimas en
los ojos. El presidente dijo algunas palabras, que no se oyeron, y terminó la
reunión.
Comenzó a salir la gente. En el
pasillo del escenario se habían amontonado grupos de entusiastas de Juan. Eran
obreros jóvenes y aprendices con trajes azules; casi todos anémicos, tímidos,
con aire de escrofulosos. Al salir Juan le estrecharon alternativamente la mano
con efusión apasionada. —¡Salud, compañero! —¡Salud! —Dejadle al hombre, que
está malo —dijo el Libertario. Caruty se pavoneaba entusiasmado. Sin notarlo,
sin comprender quizá, había dado la nota verdadera del discurso de Juan: ¡Viva
la Anarquía! ¡Viva la Literatura! En el momento de salir a la calle, dos
agentes de la Policía se echaron sobre el francés y le prendieron. Caruty
sonrió y cantó entre dientes, mirando con desprecio a una burguesía imaginada,
la canción de Ravachol. Juan, Manuel y la Salvadora volvieron en coche a casa.
—¿Qué ha querido decir Caruty? —preguntó Manuel—. ¿Que la Anarquía es cosa de
Literatura? —Ni él mismo lo sabrá —dijo Juan. —No, no; él ha querido decir algo
—repuso Manuel. ¡Anarquía! ¡Literatura! Manuel encontraba una relación entre
estas dos cosas, pero no sabía cuál (Baroja, 2011: 346-348).
El crítico Marín Martínez, apuntó en su edición de Aurora Roja que “Caruty está
reproduciendo la misma pasión que por la literatura sentía la persona real”
(Baroja, 2011: 347). De hecho este suceso se produjo, y es que parece que
Cornuty era dado a llamar la atención en los espectáculos, ya en Gente del 98, Ricardo rescata la
anécdota de cómo el bohemio, tras ser invitado por Benavente a una
representación, este en un momento dado se levantó de su asiento y gritó: “La
obra es bien. La compañía, no. Todos mal, menos Agapito Cuevas” (Baroja, R.,
1989: 73); el francés como no podía ser menos acabaría siendo expulsado
“ignominiosamente del teatro” (Ib.:
73). Pero volviendo al suceso de Caruty,
según testimonia Pío Baroja, acaeció de forma parecida en el antiguo teatro
Barbieri, hoy día una cafetería del mismo nombre en el barrio de Lavapiés.
Parece que Caruty fue uno de los primeros en España en equiparar la anarquía
con la literatura, amén de “traer el decadentismo a España” como refirió
Ortega, y este hecho no resulta casual, pues en Francia fueron precisamente los
decadentes, los primeros en aunar tales conceptos. Anatole Baju, director de Le Décadent, altavoz oficial encargado
de difundir tal escuela, organizó con Louis Michel[8]
una serie de charlas sobre Décadence et anarchie,
donde la activista llegó a manifestar “la literatura decadente será anarquista
o no será” (AA.VV, 2009: 191). De tal forma Cornuty, ya conocedor de tales
relaciones, se presenta para los escritores más conservadores del 98 como un
tipo reaccionario, para bien y para mal. “Cornuty fue el que en un mitin
anarquista del teatro Barbieri gritó con entusiasmo: «¡Viva la anarquía! ¡Viva
la literatura!» esta equiparación de la anarquía con la literatura no se podía
considerar disparatada, sino más bien certera, porque la anarquía de este
tiempo era cosa más literaria que política” (Juan Arbó, 1963: 266).
Dibujo de Cornuty por Pablo Picasso |
* * *
Estas y muchas otras fueron las estampas y
aguafuertes de la literatura bohemia y el anarquismo, aquí, solo hemos querido
recoger, con cierto gracejo, una breve muestra para dar cuenta de ello.
Bibliografía.
AA.VV. (2009), Antología del decadentismo, edición a cargo de Claudio Iglesias,
Caja Negra, Buenos Aires.
BAROJA, Pío (1904, ed. 2011), Aurora roja,
Madrid, Cátedra.
BAROJA, Ricardo (1952, ed. 1989) Gente del
98/ Arte cine y literatura, Madrid, Cátedra.
BÓVEDA, Xavier (1917) Epistolario
romántico y espiritual. Rosario lírico y otros poemas, Orense, Impr. de La Región.
CARRERE, Emilio (1918), La copa de
Verlaine, Madrid, Fortanet.
-------- (2008), El reino de la
calderilla, Madrid, Valdemar.
GUTIÉRREZ BARAJAS,
Mª José (2009), Emilio Carrere, escritor
de novelas, Tesis Doctoral, Madrid, Universidad de Alcalá.
JUAN ARBÓ, Sebastián (1963), Pio Baroja y su tiempo, Madrid, Planeta.
VALLE-INCLAN, Ramón María del (1918), “Rosa de llamas”, Los Aliados, 20 de julio de 1918, p. 1.
-------- (1924, ed. 1997), Luces de
bohemia, Madrid, Espasa-Calpe.
ZAKOPANE (2011), “Tinta negra”, en AA.VV. (2011), Vacaciones en Polonia: Literatura y Dinamita, nº 5, pp. 216-259.
[1] Seudónimo de Antonio
Sánchez Ruiz.
[2] Salvador Cordón Avellán
(1887-1958), activo anarquista andaluz, fue un convencido maestro racionalista
que llegó a impartir clases en la Escuela Racionalista del Centro Obrero de
Castro del Río, colaboró activamente en la prensa libertaria, y fundó algún
periódico. Emigro por dos veces a Argentina, la primera escapando del servicio
militar español en 1907, la segunda en los años 30.. Como literato escribió
algunas zarzuelas y novelas, participando en la colección patrocinada por la
familia Urales la Novela Ideal. Murió
en Buenos Aires víctima de un accidente de tráfico.
[3] María José Gutiérrez Barajas, que es quien mejor ha
estudiado la narrativa de Carrere en su tesis Emilio Carrere, escritor de novelas, dice sobre esta “El reino de
la calderilla, novela formada por capítulos o fragmentos de capítulos de
otras novelas, cuyo resultado es un pastiche de su propia obra” (Gutiérrez
Barajas, 2009: 64).
[4] Oleada de disturbios
surgidos en Barcelona el 26 de julio y sucesivos, debido al envío de tropas
reservistas a la guerra de Marruecos, y que acabó derivando en episodios de violencia anticlerical con
quema de iglesias y el triste resultado de un centenar de muertos.
[5] La ‘Ley de
fugas’ permitía a los guardias disparar contra un preso que supuestamente
intentaba escapar, esto permitió que a muchos prisioneros incómodos se les
diera el paseíllo permitiéndoles alejarse una distancia suficiente para que los
guardias, creyéndolo conveniente, les disparan por la espalda; en este sentido,
se puede considerar, por tanto, como una pena de muerte en toda regla. De
hecho, la prensa cuando recogía estos incidentes, en lugar de presentarlos como asesinatos
políticos, los presentaba como casos de ley y orden.
[6] Aquella conflictividad latente que tuvo momentos cumbre como el de la
huelga de La Canadiense en febrero-marzo de 1919, culminó con el asesinato del
presidente del gobierno Dato, a manos de un anarquista el 8 de marzo de 1921 algo
que sin duda no dejaría indiferente al observador escritor.
[7] Semanario defensor de los
aliados en la Gran Guerra, apareció en julio de 1918, fue dirigido por Carlos
Micó y colaborarón en él importantes plumas del 98. Debido a que recibía subvención de los países
contendientes, desapareció con el final de la contienda en noviembre del mismo
año.
[8] Figura
femenina destacada en la Comuna de París; se benefició de las leyes de amnistía
del gobierno de la III República, fue también una educadora confesa, que
escribió cuentos y poemas, y vinculada con el movimiento feminista.
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