jueves, 1 de junio de 2017

Anarquismo en la literatura bohemia



Escenas del anarquismo en la literatura de índole bohemia (Emilio Carrere y El reino de la calderilla; Luces de bohemia, La rosa en llamas de Valle-Inclán; y Caruty de Aurora roja)
En el alborear del viejo siglo la literatura bohemia trazó no pocas escenas relacionadas con el anarquismo, y es que hacia finales del siglo XIX y principios del XX corrió una suerte de moda anarquista, y más concretamente hacia lo que se conoció como anarquismo literario: Allí la efímera revista La Anarquía Literaria (1905); acá la satírica y anticlerical Don Quijote (1892--1903) cuyo lema rezaba “este periódico se compra, pero no se vende; acullá Azorín con sus juveniles artículos sobre anarquia y literatura; incluso Rubén Darío llegó a declarar “yo soy anarquista, porque no puedo ser príncipe; pero mi anarquismo es otro. ¡Quiero la aristocracia del talento!”. Otros ejemplos menos enfáticos los encontramos en las historias folletinescas, al estilo de Misterios del Anarquismo publicados en el Heraldo de Madrid, por Hamlet Gómez[1], y cuyo rubro recogía una moda postrera ―la de los Misterios― que principiara Eugène Sue hacia 1840; también cabe recordar Mi bohemia revolucionaria (1921) de Salvador Cordón[2]; la colección de cuentos Dinamita Cerebral (1913) prologada por Joaquín Mir y Mir, o versos de autores tan dispares como Xavier Bóveda: “Y fui hampón una noche y otra noche anarquista/ y sentí la añoranza de una bomba en mi mano,/ y fui, más tarde, artista/ vagabundo y mundano” (Bóveda, 1917: 97), o Valle-Inclán al que luego se le dará cuenta. 




Emilio Carrere: cronista de la pirueta madrileña
Pero poniendo el foco en autor, bien podríamos empezar remembrando al dicharachero cronista de la bohemia madrileña: Emilio Carrere. Este autor, incansable brujuleador de la noche, y analista de mastuerzos literatos, no fue ajeno a tales comuniones; recopiló no pocas anécdotas “de la bohemia piruetista y el anarquismo barbudo y traspillado en conjunción clownesca” según apuntaba Davamesk. Un ejemplo de ello lo encontramos en uno de sus artículos donde da cuenta de un traspillado traspillados y disparatado encuentro entre el escritor Francisco Villaespesa y un joven, y todavía anarquista, Julio Camba. 

Un día de opulencia se encontró con Julio Camba. Villaespesa tenía un aire de gran señor, llevaba bajo el brazo un formidable envoltorio. —Acabo de cobrar un libro y... me he comprado doce mudas. —Hombre, me alegro mucho—exclamó Camba—; tengo una cita galante con una bailarina, con la...—y pronunció uno de esos nombres radiantes, cascabeleros, armados de voluptuosidad, que, desde los carteles teatrales, hacen latir violentamente a los corazones de veinte años—. Estaba muy triste, porque no podía ir por el estado ruinoso de mi deshabillé. Pero tú has venido a salvarme. Me darás unos calzones. —La cosa es que, verás... calzones no he comprado ninguno. —Me contraría mucho; pero, en fin, me darás dos camisetas.  —Tampoco, porque yo creo que la camiseta es una prenda superflua, y no he comprado ninguna.  —Bueno, hombre. ¡Al menos, me darás una camisa! —Chico, la verdad, no puedo darte una camisa... entera. —¿Eh? Villaespesa desenvolvió su lío. Las doce mudas se reducían a doce camisolines, o sea doce cuellos y doce pecheras. ¡Oh, prodigios de la fantasía! La hermosa bailarina esperó en vano aquella noche a Julio Camba. […] Estos episodios pertenecen a la época heroica de mi generación literaria. Cuando Camba era anarquista y sufrió un proceso por injurias a San Judas Tadeo (Carrere, 1918: 78-80).

 De Emilio Carrere es también la novelita García de Tudela más tarde recopilada en un refrito intitulado El reino de la calderilla[3], donde recreó aquel ambiente frontero que entre la poetambre y las figuras anarquistas acaecía. Unas relaciones, en este caso, donde la impostura por parte de los ‘solidarios’ bohemios se prodigo en demasía:

Las horas de comer en el hostal daban origen a terribles controversias entre los pupilos. A la sazón menudeaban los atentados anarquistas, cosa que indignaba mucho al catalán, que era un hombre de orden y de creencias. —Pero esa policía, hombre ¿qué hace que no desuella vivos a esos dinamiteros? ¡Valiente gentuza! El señor Terranova, uno de los personajes barbudos y melenudos, dio un violento golpe con su tenedor: —Usted no entiende nada de sociología, Raventós; usted es un mercachifle que no alcanza el ideal de esos apóstoles rojos. —¿Pero usted va a hacerme creer que no son unos criminales? —¡Pues claro que no! —Arguyó el otro traspillado y siniestro cofrade—. ¡La dinamita es el incienso que se quema en los altares del porvenir! […] Al oír que se trataba de luchar, García se sintió poseído de un gran ardor revolucionario: —¡Ah, compañeros! ¡Yo seré de los vuestros cuando llegue la hora de la lucha! ¡Yo iré con la tea encendida a quemar los palacios de los poderosos, a destruir los templos  y los Bancos, que son las catedrales de la burguesía! Sus comensales estaban un poco perplejos y el luchador continuó, presa de la divina fiebre de la elocuencia: ¡Esta sociedad está podrida! ¡Ya asoma en el horizonte la aurora roja de la revolución, los oprimidos afilan sus puñales en la sombra y se preparan para asaltar las tiendas de comestibles! ¡Compañeros, que no quede una sola cogulla ni un solo cetro! —Viva García de Tudela! —gritó el compañero Terranova subiéndose sobre una silla. —¡Viva el gran luchador! aulló Quijada agitando las servilleta. —¡Nosotros, los ácratas, debemos cantar la internacional con violines hechos de tripas de burgués! ¡Nosotros realizaremos las teorías de Bakounine y Kropotkine! ¡A luchar, compañeros! ¿Queréis que vayamos ahora mismo a asaltar el Ministerio de la Gobernación? Los dos hombrecillos terribles y barbudos le obsequiaron con una ovación delirante (Carrere, 2008: 84-85).

Bien es cierto que en la obra de Carrere el bohemio García de Tudela no va, finalmente, a quemar ningún Ministerio. En un momento dado aquellos dos anarquistas planean llevar a cabo un atentado contra la familia real, que desfilaba en tal sazón por Madrid, y dando por hecho que Tudela era realmente uno de los suyos, se sucede un episodio que bien podría calificarse de esperpéntico con permiso de don Ramón del Valle-Inclán:

Y se perdió entre la jovial y apretada muchedumbre, cuyo clamoroso vocerío se alzaba con un largo rumor de mar. Cuando estaba ingenuamente ocupado en mirar a las mujeres, en ver el brillo del sol en las bruñidas bayonetas o en admirar la áurea bola de Gobernación, se sintió asido violentamente por el brazo. —¡Salud, compañero García de Tudela! Al volverse se halló con sus camaradas de hospedería, los traspillados y barbudos anarquistas. El compañero Terranova, inmensamente pálido, con los ojos sangrientos y desorbitados, miraba recelosamente a todas las partes, apretando contra su pecho una sombrerera. Su cofrade, el terrible Quijada, con muestras de igual azoramiento, le habló al oído misteriosamente: —Ha llegado la hora compañero! Y antes de que García de Tudela pudiese impedirlo, el compañero Terranova depositó en sus manos temblorosas la misteriosa sombrerera. —Pero ¿qué es lo que hay dentro de esta caja? —balbuceó el poeta. —¡¡Una bomba!! —respondieron a dúo ambos desarrapados camaradas. García de Tudela estuvo a punto de desmayarse, pasó una nube roja por sus ojos y sus piernas temblequeaban de terror. Al recobrarse, los compañeros Quijada y Terranova habían desaparecido. El compromiso era tremendo. ¿Qué iba a hacer él con aquella máquina infernal que un azar terrible había puesto en sus manos? Porque llegada la hora de la acción, el fiero García de Tudela sentía que le faltaban arranques para lanzar el explosivo. «Por qué habré yo dicho todas aquellas tonterías? ¡Si no soy capaz más que de escribir mis Mariposuelas!» Y el luchador lloraba desesperadamente […] (Carrere, 2008: 88-89).

Carrere también afiló su pluma con el revolucionario y escritor Eduardo Barriobero, del cual pergeñó una simpática crónica donde gustó resaltar, además de su inquieta labor como activista…: 

Todos sabéis que Barriobero es un terrible revolucionario, un formidable socavador del orden social. Durante mucho tiempo, su melancólica silueta quijotesca ha sido la pesadilla de golillas y de ministriles. ¿Qué había un mitin de cigarreras? Barriobero a la cárcel. ¿Que algún orondo cacique se levantaba dispépsico? Metamos a Barriobero en chirona. La tranquilidad del respetable vulgo reclamaba que el peligroso anarquista estuviese siempre aposentado en el hosco palacio de la Moncloa. Y a veces resultaba una admirable combinación económica para Barriobero... porque en la calle, los comestibles habían decidido trasladarse a Saturno (Carrere, 1918: 127).

Su no menos importante habilidad a la hora de preparar el plato estrella del Levante español: 

Porque este terrible revolucionario es un supremo artista en sus paellas, señores míos. Yo uno a este suculento recuerdo un buen puñado de episodios juveniles; mi estómago siente una onda sentimental al evocar aquellos arroces, que eran como un paréntesis de encanto en medio de aquellos días menesterosos, en que el más loco y bizarro mocerío florecía en rosas de alegría e imprevisión (Ib.: 128-129).

El Barriobero de aquella época era inquieto redactor de revistas como Germinal; destacó además encomiablemente en su labor de abogado defendiendo múltiples causas a favor de trabajadores y sindicalistas; de ellos hubo aproximadamente 500 casos a favor de anarquistas (Zakopane, 2011: 231). Pero la ardua labor de Barriobero no quedó ahí, ya que también descolló como un sui generis traductor que “volcaría de manera muy personal al castellano también a Dostoievski, Goethe, Quincey, Luciano, Suetonio, Ovidio, Maquiavelo…” según cita Zakopane. Se podría decir que el bueno de Barriobero vivió su particular bohemia madrileña asistiendo a algunas tertulias como la del café la Luna, donde, y en connivencia, con Ernesto Bark, se barruntó abrir una ‘Casa de la Bohemia’ cuya “pintoresca paradoja” ―como afirmaba Carrere― pretendía auxiliar a los menesterosos hijastros de las Letras. 


En Luces de bohemia
Atendiendo ya a otro campo artístico, y más concretamente a los escenarios de la musa Melpómene, quizá, la representación más famosa que recoge la conjunción de simpatías bohemio-anarquistas sea la celebérrima Luces de bohemia, del controvertido e inimitable Valle-Inclán. En el imaginario colectivo está aquella escena VI, que tan augustamente fue interpretada en el cine por Fernando Arrabal e Imanol Arias.  Es allí donde el viejo y ciego poeta, Max Estrella, al entrar en los calabozos de una prevención matritense, mantiene una suerte de diálogo con un preso anarquista catalán —no por casualidad se llama Mateo— que aguarda el momento de ser ejecutado. Valle-Inclán alejado de ese tono chistoso y caricaturesco, tan característico en los textos de Carrere que hemos visto, presenta aquí un estremecedor diálogo donde ambos protagonistas, escritor y obrero, se ven hermanados por la miseria:

MAX: ¿Eres anarquista? EL PRESO: Soy lo que me han hecho las Leyes. MAX: Pertenecemos a la misma Iglesia. EL PRESO: Usted lleva chalina. MAX: ¡El dogal de la más horrible servidumbre! Me lo arrancaré, para que hablemos. EL PRESO: Usted no es proletario. MAX: Yo soy el dolor de un mal sueño. EL PRESO: Parece usted hombre de luces. Su hablar es como de otros tiempos. MAX: Yo soy un poeta ciego. EL PRESO: ¡No es pequeña desgracia!... En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero. MAX: Hay que establecer la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. EL PRESO: No basta. El ideal revolucionario tiene que ser la destrucción de la riqueza, como en Rusia. No es suficiente la degollación de todos los ricos. Siempre aparecerá un heredero, y aun cuando se suprima la herencia, no podrá evitarse que los despojados conspiren para recobrarla. Hay que hacer imposible el orden anterior, y eso sólo se consigue destruyendo la riqueza. Barcelona industrial tiene que hundirse para renacer de sus escombros con otro concepto de la propiedad y del trabajo. En Europa, el patrono de más negra entraña es el catalán, y no digo del mundo porque existen las Colonias Españolas de América. ¡Barcelona solamente se salva pereciendo! (Valle-Inclán, 1997: 98-100).

En la conversación Valle-Inclán amalgama varios problemas contemporáneos como el de la ‘Semana trágica de Barcelona’ de 1909[4]; los excesos que acarreó la ‘Ley de fugas’ del 20 de enero de 1921[5] que supuso un caldo de cultivo, entre otras cosas, para ese ambiente guerracivilístico que Barcelona sufrió con el pistolerismo; también la virulenta conflictividad laboral; o el rechazo a la Guerra de Marruecos: “EL PRESO: Es cuento largo. Soy tachado de rebelde… No quise dejar el telar por ir a la guerra y levanté un motín en la fábrica. Me denunció el patrón […] Conozco la suerte que me espera. Cuatro tiros por intento de fuga […]” (Ib.: 102); sin olvidar, incluso, la corrupción o servilismo que los grandes medios de comunicación de la época ofrecían ante el poder: “EL PRESO: Llegó la mía... Creo que no volveremos a vernos...MAX: ¡Es horrible! EL PRESO: Van a matarme... ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla? MAX: Lo que le manden..” (Ib.: 104). Debe quedar claro a este respecto que la primera versión de Luces de Bohemia aparecida en el semanario España no incluía las escenas segunda, sexta y undécima, por lo tanto la escena aquí expuesta es resultado de aquel clima de crispación, y represión social, latente en el momento[6].
Valle-Inclán también se acercó a la cuestión anarquista por medio de un poema titulado Rosa en Llamas, donde hay un manifiesto motivo poético hacia Mateo Morral. Curiosamente en su versión definitiva aparecida en Claves Líricas (1930) lo modificó sustancialmente borrando cualquier huella que lo identificara con aquel hecho concreto, quedando el poema como una composición de tintes vagamente reivindicativos. La primera versión, que es la que interesa aquí, se publicó el 22 de julio de 1918 en la primera página de la efímera revista aliadófila Los Aliados[7].
Claras lejanías...Dunas escampadas...
La luz y la sombra gladiando en el monte.
Tragedia divina de rojas espadas
Y alados mancebos, sobre el horizonte.
El camino blanco, el herrén barroso
La sombra lejana de uno que camina,
Y en medio del yermo, el perro rabioso,
Terrible el gañido de su sed canina
..¡No muerdan los canes de la duna ascética
La sombra sombría del que va sin bienes,
El alma en combate, la expresión frenética,
Y el ramo de venas saltante en las sienes!...
En mi senda estabas, mendigo escotero.
Con tu torbellino de acciones y ciencias:
Las rojas blasfemias por pan justiciero,
Y las utopías de nuevas conciencias.
¡Tú fuiste en mi vida una llamarada
Por tu negro verbo de Mateo Morral!
¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada,
Que estalló en las ruedas del Carro Real!...

Henry Cornuty (Caruty)
Henri Cornuty, o Enrique Cornuty como se le conocía en el Madrid 1900, fue un bohemio y anarquista —de ideas más que de acciones— que pululó por las tertulias y cenáculos de la ‘gente del 98’, prodigando no pocas anécdotas —la mayoría de ellas, recogidas por los hermanos Baroja— que dieron que hablar. Este, además, quedaría inmortalizado en nuestra literatura al ser utilizado por Pío Baroja como modelo para la construcción de uno de sus personajes en Aurora roja, nos referimos al irreverente anarquista Caruty. Entre las escenas que protagoniza en la novela destaca aquella donde el bohemio francés, asistiendo a un mitin político, en un momento dado subió al escenario y fuera de sí lanzó a los cuatro vientos aquel lema tan finisecular que fue “Viva la anarquía! ¡Viva la literatura!”:


Y Juan siguió hablando; su voz, que se iba haciendo opaca, tenía entonaciones de ternura; sus mejillas estaban encendidas. En aquel momento parecía sentir los dolores y las miserias de todos los abandonados. Nadie seguramente pensaba en la posibilidad o imposibilidad de las doctrinas. Todos los corazones de la multitud latían al unísono. Ya iba a terminar Juan su discurso, cuando se produjo un escándalo en las últimas filas de butacas.
Era Caruty, que se había subido al asiento, pálido, con la mano abierta.
—¡Fuera! ¡Fuera!, que se siente -gritaron todos, creyendo quizá que intentaba replicar al orador. —No, no me sentaré —dijo Caruty-. Tengo que hablar. Sí. Tengo que decir: ¡Viva la Anarquía! ¡Viva la Literatura! Juan le saludó con la mano y dejó la tribuna. Una agitación extraña se sintió en el público. Entonces, como despertado de un sueño y dándose cuenta de su belleza, todos, de pie, se pusieron a aplaudir de una manera rabiosa. La Salvadora y Manuel se miraban conmovidos con lágrimas en los ojos. El presidente dijo algunas palabras, que no se oyeron, y terminó la reunión.
Comenzó a salir la gente. En el pasillo del escenario se habían amontonado grupos de entusiastas de Juan. Eran obreros jóvenes y aprendices con trajes azules; casi todos anémicos, tímidos, con aire de escrofulosos. Al salir Juan le estrecharon alternativamente la mano con efusión apasionada. —¡Salud, compañero! —¡Salud! —Dejadle al hombre, que está malo —dijo el Libertario. Caruty se pavoneaba entusiasmado. Sin notarlo, sin comprender quizá, había dado la nota verdadera del discurso de Juan: ¡Viva la Anarquía! ¡Viva la Literatura! En el momento de salir a la calle, dos agentes de la Policía se echaron sobre el francés y le prendieron. Caruty sonrió y cantó entre dientes, mirando con desprecio a una burguesía imaginada, la canción de Ravachol. Juan, Manuel y la Salvadora volvieron en coche a casa. —¿Qué ha querido decir Caruty? —preguntó Manuel—. ¿Que la Anarquía es cosa de Literatura? —Ni él mismo lo sabrá —dijo Juan. —No, no; él ha querido decir algo —repuso Manuel. ¡Anarquía! ¡Literatura! Manuel encontraba una relación entre estas dos cosas, pero no sabía cuál (Baroja, 2011: 346-348).

El crítico Marín Martínez, apuntó en su edición de Aurora Roja que “Caruty está reproduciendo la misma pasión que por la literatura sentía la persona real” (Baroja, 2011: 347). De hecho este suceso se produjo, y es que parece que Cornuty era dado a llamar la atención en los espectáculos, ya en Gente del 98, Ricardo rescata la anécdota de cómo el bohemio, tras ser invitado por Benavente a una representación, este en un momento dado se levantó de su asiento y gritó: “La obra es bien. La compañía, no. Todos mal, menos Agapito Cuevas” (Baroja, R., 1989: 73); el francés como no podía ser menos acabaría siendo expulsado “ignominiosamente del teatro” (Ib.: 73).  Pero volviendo al suceso de Caruty, según testimonia Pío Baroja, acaeció de forma parecida en el antiguo teatro Barbieri, hoy día una cafetería del mismo nombre en el barrio de Lavapiés. Parece que Caruty fue uno de los primeros en España en equiparar la anarquía con la literatura, amén de “traer el decadentismo a España” como refirió Ortega, y este hecho no resulta casual, pues en Francia fueron precisamente los decadentes, los primeros en aunar tales conceptos. Anatole Baju, director de Le Décadent, altavoz oficial encargado de difundir tal escuela, organizó con Louis Michel[8] una serie de charlas sobre Décadence et anarchie, donde la activista llegó a manifestar “la literatura decadente será anarquista o no será” (AA.VV, 2009: 191). De tal forma Cornuty, ya conocedor de tales relaciones, se presenta para los escritores más conservadores del 98 como un tipo reaccionario, para bien y para mal. “Cornuty fue el que en un mitin anarquista del teatro Barbieri gritó con entusiasmo: «¡Viva la anarquía! ¡Viva la literatura!» esta equiparación de la anarquía con la literatura no se podía considerar disparatada, sino más bien certera, porque la anarquía de este tiempo era cosa más literaria que política” (Juan Arbó, 1963: 266). 

Dibujo de Cornuty por Pablo Picasso

* * *
Estas y muchas otras fueron las estampas y aguafuertes de la literatura bohemia y el anarquismo, aquí, solo hemos querido recoger, con cierto gracejo, una breve muestra para dar cuenta de ello.

Bibliografía.

AA.VV. (2009), Antología del decadentismo, edición a cargo de Claudio Iglesias, Caja Negra, Buenos Aires.
BAROJA, Pío (1904, ed. 2011), Aurora roja, Madrid, Cátedra.
BAROJA, Ricardo (1952, ed. 1989) Gente del 98/ Arte cine y literatura, Madrid, Cátedra.
BÓVEDA, Xavier (1917) Epistolario romántico y espiritual. Rosario lírico y otros poemas, Orense, Impr. de La Región.
CARRERE, Emilio (1918), La copa de Verlaine, Madrid, Fortanet.
-------- (2008), El reino de la calderilla, Madrid, Valdemar.
GUTIÉRREZ BARAJAS, Mª José (2009), Emilio Carrere, escritor de novelas, Tesis Doctoral, Madrid, Universidad de Alcalá.
JUAN ARBÓ, Sebastián (1963), Pio Baroja y su tiempo, Madrid, Planeta.
VALLE-INCLAN, Ramón María del (1918), “Rosa de llamas”, Los Aliados, 20 de julio de 1918, p. 1.
-------- (1924, ed. 1997), Luces de bohemia, Madrid, Espasa-Calpe.
ZAKOPANE (2011), “Tinta negra”, en AA.VV. (2011), Vacaciones en Polonia: Literatura y Dinamita, nº 5, pp. 216-259.





[1] Seudónimo de Antonio Sánchez Ruiz.
[2] Salvador Cordón Avellán (1887-1958), activo anarquista andaluz, fue un convencido maestro racionalista que llegó a impartir clases en la Escuela Racionalista del Centro Obrero de Castro del Río, colaboró activamente en la prensa libertaria, y fundó algún periódico. Emigro por dos veces a Argentina, la primera escapando del servicio militar español en 1907, la segunda en los años 30.. Como literato escribió algunas zarzuelas y novelas, participando en la colección patrocinada por la familia Urales la Novela Ideal. Murió en Buenos Aires víctima de un accidente de tráfico.
[3]  María José Gutiérrez Barajas, que es quien mejor ha estudiado la narrativa de Carrere en su tesis Emilio Carrere, escritor de novelas, dice sobre esta “El reino de la calderilla, novela formada por capítulos o fragmentos de capítulos de otras novelas, cuyo resultado es un pastiche de su propia obra” (Gutiérrez Barajas, 2009: 64).
[4] Oleada de disturbios surgidos en Barcelona el 26 de julio y sucesivos, debido al envío de tropas reservistas a la guerra de Marruecos, y que acabó derivando  en episodios de violencia anticlerical con quema de iglesias y el triste resultado de un centenar de muertos.
[5] La ‘Ley de fugas’ permitía a los guardias disparar contra un preso que supuestamente intentaba escapar, esto permitió que a muchos prisioneros incómodos se les diera el paseíllo permitiéndoles alejarse una distancia suficiente para que los guardias, creyéndolo conveniente, les disparan por la espalda; en este sentido, se puede considerar, por tanto, como una pena de muerte en toda regla. De hecho, la prensa cuando recogía estos incidentes,  en lugar de presentarlos como asesinatos políticos, los presentaba como casos de ley y orden.
[6] Aquella conflictividad latente que tuvo momentos cumbre como el de la huelga de La Canadiense en febrero-marzo de 1919, culminó con el asesinato del presidente del gobierno Dato, a manos de un anarquista el 8 de marzo de 1921 algo que sin duda no dejaría indiferente al observador escritor.
[7] Semanario defensor de los aliados en la Gran Guerra, apareció en julio de 1918, fue dirigido por Carlos Micó y colaborarón en él importantes plumas del 98. Debido a que  recibía subvención de los países contendientes, desapareció con el final de la contienda en noviembre del mismo año.
[8] Figura femenina destacada en la Comuna de París; se benefició de las leyes de amnistía del gobierno de la III República, fue también una educadora confesa, que escribió cuentos y poemas, y vinculada con el movimiento feminista.

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