Cuando la poesía sale a la calle y suena con notas de
vieja Olivetti
Salía de las malditas
clases de inglés, el día era gris, con una intermitente y molesta lluvia, quizá
premonición de lo que me espera en las cercanas evaluatorias; por ello, y para
desconectar un poco fui a visitar a mi amigo Pablo Parra, librero de la libreríaPrólogo el cual siempre que acudo a su establecimiento me brinda una
más que interesante conversación. Pero cosas del destino, cuál fue mi sorpresa
cuando junto a la puerta del negocio me encontré sentado en un batiente a todo
un hijo de las musas —quizá un desheredado—, pulsando las teclas de una vieja
máquina de escribir, una de esas Olivetti que tanto abundaron en España
por las décadas de 1970 y 1980; me topé nada menos que con Julio Donoso. Julio, el
poeta bohemio de Zaragoza, se mostraba ante mí como aquel Buscarini de pretéritos
tiempos que ofertaba su arte en un puestecillo junto a la Puerta de Alcalá,
vestía Donoso con una cazadora de cuero que cubría su vieja camiseta del Boca,
y fumaba un pitillo mientras impertérrito marcaba el monocorde ritmo de su
escritura.
El tiempo no
acompañaba, la lluvia compelía a las gentes a marchar a sus refugios, pero allí
estaba él bregando contra el clima y la adversidad, produciendo aquellos
sonidos tan particulares con el teclado de su Olivetti, “tac, tac, tac,
clink; tac, tac, tac, clinck”. Yo le pregunté «—Julio, amigo, pero…, ¿qué haces
aquí?» Y él, con su tan característica mirada abstraída me contestó: «—Hola
Pablo, nada, escribo poemas con esta máquina y los reparto por la voluntad…»;
no pude menos que asombrarme; observé aquel brillo en sus ojos henchido de
determinación el cual no hizo sino confirmarme lo que ya sabía: que Julio
Donoso es uno de los pocos poetas bohemios que aún hoy se consagran, con
verdadera fe, al ejercicio de la lírica. Charlamos un rato y me explicó de
dónde había obtenido la idea, y cuáles eran los planes que tenía para el
futuro: que si viajar a Granada, que si lo habían invitado a Galicia, etc…; en
definitiva, los proyectos varios de una persona inquieta.
Después charlé con
Pablo el librero, el cual me comentó que Julio Donoso sacaría más rédito a su
máquina si escribiera en un bar: “más publico potencial”, “más clase”, en definitiva
más de todo…, pero yo sabía que a Julio Donoso no le importaba tanto el dinero,
en el fondo él mismo es consciente de lo esforzado de tal actividad para que
sea rentable. Pero para el poeta, con el alma consagrada a la poesía, lo
importante era el acto mismo de ejercerla en público. Julio Donoso se había
propuesto con tan particular empresa divulgar su arte, quizá el arte de todos,
y así hacer un favor a esos extravagantes poetas acomodados, y es que Julio
Donoso con su esfuerzo callejero pretende animar a la gente a leer versos,
“engancharla a la poesía”, y con ello, no solo favorecerse a sí mismo —que
también—, sino favorecer a todos aquellos que escribiendo versos prefieren
permanecer, cómodamente, al cobijo de su estudio.
Tras un rato de
coloquio me despedí de ambos y marché; por el camino pensaba en la estampa con
la que me había topado, y cómo aquel casual encuentro me hizo olvidar por un
rato mis tribulaciones con la lengua de la pérfida Albión. El día era gris, la
lluvia compelía a las gentes a marchar a sus hogares, y un poeta quedaba en la
calle escribiendo, trabajando, para que su arte, que es el de todos, quede
plasmado para siempre en las retinas de los despreocupados transeúntes.
2 comentarios:
Es la mejor forma de que la inspiración te llegue, un buen trayecto épico por la calle.
¡Sí señor!, la lírica en estado puro.
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