- Introducción: las tertulias de café
Por citar algunas tertulias de café, bien se podría principiar la lista con aquella dieciochesca de la Fonda de San Sebastián, sita en la Plazuela del Ángel, que, fundada por Nicolás Fernández de Moratín, frecuentó entre otros destacados el valiente hombre de letras José Cadalso; también cabría citar la celebérrima tertulia del ‘Parnasillo’ —hacia 1831 o 1832— organizada en torno al café del Príncipe, y donde en una misma mesa pudieron reunirse excelsos literatos y pensadores como Larra, Mesonero Romanos, Donoso Cortés, Espronceda… sin olvidar las tertulias del Suizo —quizá el establecimiento de vida literaria más intensa—, donde hacia la década de 1860, se reunieron bajo un mismo techo G.A. Bécquer, Eusebio Blasco, Manuel del Palacio, Moreno Godino… y ya más modernamente las del café Gijón con César Gonzáles-Ruano y Camilo José Cela entre sus circustantes
Mariano José de Larra, uno de los habituales en El Parnasillo |
- Las veladas de salón
Por los años de 1789, visitaba yo en Madrid, una casa en la calle ancha de San Bernardo, el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía un gran destino, tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra; [...] su tertulia se citaba como una de las más brillantes de la corte [...] me encontraba muy bien en esta agradable sociedad [...], y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver. (Mesonero Romanos, 1970: 34).
Curiosamente los espacios de las tertulias del XVIII, salvo excepciones, unían en su recinto a mujeres y hombres por igual, y no fueron pocas. Caben resaltar cronológicamente las veladas organizadas por la condesa de Lemos entre los años 1749 y 1751 y que vinieron a conocerse como las de la ‘Academia del Buen Gusto’. A caballo entre el XVIII y el XIX descollaron las de Margarita López de Morla, con un ambiente europeizante y abierto a las nuevas corrientes, llegando a ser frecuentada por Martínez de la Rosa, Quintana o Alcalá Galiano; o, por otro lado, las organizadas por Frasquita Larrea, esposa del hispanista alemán Juan Nicolás Böhl de Faber y madre de Cecilia Böhl de Faber, donde se profesaban ideas conservadoras en política, filosofía y literatura, siendo habitual la presencia de diputados y escritores realistas.
Más tertulias regentadas por mujeres fueron, décadas después, las dirigidas por Pardo Bazán en lo que se conocerían por las reuniones de los ‘lunes’ sitas en la calle San Bernardo; y, rebasando el siglo XIX aún se pueden mencionar las de la Infanta Eulalia —hija menor de Isabel II—, mujer cultivada y mecenas de artistas (Ezama Gil, 2008: 16-18).
La Infanta Eulalia de Borbón |
- Las veladas teatrales o teatros privados
Pero será a mitad del antepasado siglo cuando realmente dichas representaciones vivan su edad de oro, de estas veladas literario-dramáticas destacaron los teatros de la condesa de Montijo —desde la década de 1840—, y el de los condes de Vilches, que entre las décadas de 1850 y 1860 alcanzaron prestigio. En dichos proscenios privados se daban cita tanto la nobleza con ínfulas artísticas, como autores y directores de primera fila, contratados a la sazón para alguna representación concreta. Así, hay constancia de que ejercieron como directores de escena excelentes autores tales Miguel Catalina o Fernando Romea (Ib.), llegando a intervenir incluso como actores; o, lo más sorprendente y que puede hacer una idea de la relevancia de estos teatros, incluso se llegaron a realizar auténticos preestrenos de obras dramáticas, antes de su presentación oficial en los proscenios oficiales. Caso conocido a este respecto es la celebrada obra dramática El hombre de mundo de Ventura de la Vega, que primero se puso en escena en el teatro de la condesa de Montijo antes que en el propio Teatro del Príncipe:
Además habían representado la comedia aficionados de la aristocracia madrileña. En el teatrito que la condesa de Montijo había construido en su quinta de Miranda en Carabanchel, Vega mismo dirigió su obra, y las hijas de la condesa hicieron papeles: Francisca de Sales, duquesa de Alba, y Eugenia, la que con el tiempo sería Emperatriz de los Franceses (Dowling, 1980: 216).
Ventura de la Vega, por Federico Madrazo |
Para hacerse una idea de cómo era el ambiente baste rescatar las impresiones de Julio Nombela que en sus memorias dejó al respecto de uno de aquellos teatros —levantado por el adinerado escultor Ponciano Ponzano para dar pábulo a los caprichos de su mujer—, y donde se representó la obra de Ventura, que además ejerció de director:
El escultor había mandado construir un teatrito capaz de contener de trescientos a cuatrocientos espectadores, sin más objeto que el de complacer a su joven y bellísima esposa, muy aficionada al arte escénico y dotada de facultades privilegiadas para la declamación […] Ventura de la Vega se había encargado de la dirección de los aficionados de uno y otro sexo que debían representar las obras elegidas por la primera dama y dueña de la casa, de acuerdo con él, ante un escogido público compuesto de los numerosos amigos que en todas las clases sociales tenía Ponzano, admirado por su talento artístico y querido y bondadoso, más aún, por su angelical carácter […] La sociedad que frecuentaba la casa de Ponzano estaba compuesta de personas bien educadas, inteligentes, en su mayor parte artistas [..] (Nombela, 1976: 132, 135).
Del ambiente distendido y alegre de dicha reuniones teatrales, donde incluso los propios circunstantes llegaban a traducir obras francesas, se hallan constancias en las crónicas de salón de la época.
El director de escena era D. Florencio Romea, y la función constaba de tres piezas en un acto, expresamente arregladas para aquél proscenio 1º, Un caso de conciencia, de Octavio Feuillet, traducida por el marqués de Bogaraya; 2º Un palco en la ópera de Jules Lecomte, traducida por él mismo; 3º El muerto al hoyo, de Feuillet traducida por el marqués de Molins. En todas hizo de protagonista aquella condesa de Vilches, dueña de la casa, tan linda, tan displicente, tan nerviosa […]El entusiasmo que regía estos espectáculos no hay pluma que lo describa. El objeto del culto y de la admiración de todos era aquella condesa, cuya hermosura era un portento, su trato una atracción irresistible, su conversación un vértigo y su talento una seducción. Poetisa, novelista, soñadora, aquella mujer arrebataba (Pérez de Gúzman, 1896: 13-14).
Atendiendo a estos testimonios se infiere que a aquella sociedad aristocrática de gusto exquisito y buenas maneras, amén de tener siempre un palco reservado en el Real o en el del Príncipe, también gustó frecuentar los populosos teatros no tanto para dejarse ver, que también, sino para divertirse como auténticos actores dramáticos:
No obstante, conforme Diciembre avanzaba, la sociedad de la condesa del Montijo se iba animando, y en vísperas de Nochebuena la condesa dispuso una representación teatral, y tras de ella, un acto que era el cumplimiento de una promesa hecha dos años antes. Las obras elegidas para la representación fueron Un elijan y Doce retratos, seis reales; los actores la marquesa de Folleville, Pura Alaminos, el joven duque de Medinaceli, Santiago Liniers, Miguel de Cervantes y el niño Bejarano, hijo de la condesa de la Nava del Tajo; el público, por último, el de las grandes solemnidades de la casa, o, lo que es lo mismo, toda la aristocracia histórica, toda la superioridad política y toda la literatura restauradora (Ib.: 23).
Hay una estadística curiosa que rescata Pérez de Gúzman, la cual, a colación de un extenso estudio sobre los salones aristocráticos y saraos organizados por la alta sociedad, da cuenta del número de veladas teatrales realizadas en la temporada de invierno desde el 29 de octubre de 1872: “Hubo además tres representaciones dramáticas en el palacio del Montijo, dos en el de la condesa de Vilches y uno en el de los duques de Medinaceli” (Ib.: 17).
Amalia de Llano, por Federico Madrazo |
Y es que como señaló la estudiosa en la materia Ana María Freide “Ya no es únicamente la aristocracia la que levanta teatritos en el interior de sus viviendas, sino también la clase media-alta, las familias desahogadas económicamente (Freire, 1996: 18). Además de los citados espacios, hubo otros en Madrid, tales el teatro Ventura de la duquesa de la Torre, donde se dio a conocer el aristócrata actor Fernando Díaz de Mendoza; el teatro Ida del banquero Bauer, en la calle de San Fernando esquina con la del Pez; y más tardío el teatro Josefina inaugurado en 1894 por el senador riojano Protasio Gómez Cabezón. Pero no cabe extenderse más aquí, que otros vendrán y lo cantarán con mejor plectro como dijo el sabio una vez, y sí, atender ya las veladas literarias —no dramáticas— propiamente dichas.
- Algunas veladas privadas
Cuando el Liceo desaparecía, y en la marcha del Ateneo se notaban síntomas de ostensible decadencia, los penates de la literatura se trasladaron al recinto doméstico, y las moradas de algunos prohombres políticos o de meros literatos se vieron convertidas en academias del buen gusto, templos de Apolo y lugares de refugio para las musas, donde se derrochaba el ingenio en saladas improvisaciones, se discutían las obras de los contertulios, y se disertaba sobre temas de arte y erudición (Blanco García: 8).
Otra de las más veteranas tertulias privadas del segundo tercio del XIX fue la que semanalmente celebró Patricio de la Escosura, sita en la calle del Amor de Dios, donde se reunían Donoso Cortés, Pastor Díaz, Bretón de los Herreros..., todos ellos oradores y poetas moderados (Ib.: 8). Pero, ya a mediados de siglo, las más sobresalientes fueron los viernes literarios del Marqués de Molins, las de los Duques de Híjar y la de la mencionada Condesa de Montijo, celebrada los domingos. No le fueron a la zaga los salones de la clase media, especialmente en el periodo del Sexenio, cuando la burguesía emergente tomó el testigo de la vieja aristocracia. Eusebio Blasco en sus Memorias íntimas recordaba al respecto:
No podía yo imaginar entonces que los hombres que nos habían educado en ideas revolucionarias, nos obligarían á ser monárquicos al día siguiente de la caída de un trono secular [Amadeo de Saboya]. O’ Donnell me lo dio á entender y yo no lo entendí. Las tertulias o salones no aristocráticos, pero muy entonados y a la moda, también abundaban. Había bailes y soirées en casa de Casañas, en la calle de San Agustín; en casa de D.ª Paz Maríategui; en casa de Álvarez, D. Fermín Álvarez, hombre de mundo y músico muy distinguido, autor de varias canciones a las que yo puse la letra, entre ellas aquella de Los ojos negros, cuya copla que empieza: «Para jardines Granada» (Blasco Soler, 1904:130).
De esta nueva pléyade podrían citarse las tertulias de ‘Los lunes’ de D. Antonio Cánovas del Castillo y su mujer, Dª Joaquina Osma, organizadas en su posesión de la Huerta hacia el segundo lustro de 1880; o la que sostuvo el crítico de arte Gregorio Cruzada Villamil hacia 1854 uniendo a los miembros arrivados de la tertulia granadina de 'La cuerda' —como Alarcón, Manuel del Palacio o Castro y Serrano—, con otros como Luis Eguílaz, Antonio Trueba o el pintor Germán Hernández.
Fundidas las dos colonias en una, aprendieron los individuos de entrambas el arte de la esgrima en un salón destinado al efecto por Cruzada, y convertido después en local de veladas poéticas donde leían sus composiciones Núñez de Arce, Alarcón, Trueba y Florentino Sanz (Blanco García, 1903: 8).
Incluso un veterano Juan Valera encabezó hacia la década de1890 la suya en torno a su casa de la cuesta de Santo Domingo de Madrid donde, los sábados, acudían regularmente Menéndez Pelayo, Manuel de Sandoval, el catedrático Narciso Campillo, los hermanos Quintero y otros. Gracias, precisamente, a su larga vida “pudo contemplar los nacimientos del modernismo y el 98. Murió en 1905, en su casa de la cuesta de Santo Domingo”. (Amorós, 1989: 15). En dicha tertulia sería recibido el corifeo modernista Rubén Darío dentro de su primera estadía española, al cual “en honor del poeta y para que leyese sus versos dedicó don Juan uno de sus sábados, y Rubén, el cantor americano que innovaba, que en nada se parecía a los prestigios actuales de la lírica española, fue aplaudido y consagrado” (Ortiz de Pinedo, 1951: 3).
Pero a pesar de todo, la popularidad de dichos salones, con el decurso del tiempo y avanzando ya el siglo XX, fue decreciendo poco a poco hasta ser preteridos por la mayoría de los jóvenes escritores y artistas, pues o bien encontraron en sus propios salones, más humildes y bullentes, un ágora para dar rienda suelta a costumbres relajadas y menos estrictas en etiquetas, véase la referida por Azorín como ‘Los miércoles de Luis Contreras’ que eran “reuniones bohemias en que se habla de todo, y se exponen programas de estética, y se lanzan anatemas” (Martínez Ruiz,1897: 3), o, las del procaz y modernista Francisco Villaespesa donde amén de forjarse proyectos como la revista Electra, en ocasiones, los excesos también hicieron acto de presencia.
- El cambio de costumbres
Estos pequeños círculos se caracterizaban en la época por la gran movilidad de sus participantes, lo que permitía frecuentes intercambios y un amplio abanico de relaciones personales. En estas reuniones se alardeaba de genio e ingenio y, a la par que se discutía sobre asuntos políticos candentes, protagonizaban episodios que respondían a un común y desmedido afán de escandalizar a la conservadora clase media, a un deseo también de singularidad propio de la bohemia modernista fin de siglo (Santos Zas, 2002: s.p.).
Pinaculo de todo ello es la conocida como Edad de Plata de las Letras españolas, donde un Valle-Inclán en el Fornos o la Horchatería de Candelas, un Gómez de la Serna en el Pombo, o un Cansinos Assens en el Café Colonial lanzaron sus proclamas modernistas, ultraístas..., entre la juventud triunfante: los tiempos de las letras aristocráticas daban ya su canto del cisne. Pero incluso a los grandes salones de café les llegaría su hora transcurrido el siglo XX, y con ello, con el cierre del Fornos, del Suizo, y tantos otros el espíritu de aquella época se fue diluyendo en la memoria del siglo viejo. Los tiempos marchaban a una velocidad que no permitían el lujo de detenerse pausada y laxamente a ver enfriar el café. Los cocktail empezaban a triunfar.
Los establecimientos que dieron la puntilla a los grandes espacios en que los parroquianos pasaban horas y horas sin consumir más que un café con leche y media tostada, fueron los bares de tipo americano, en los que, en una pequeña y estrecha sala, con un gran mostrador o «barra», los clientes de pie o sentados en altos taburetes tomaban consumiciones, por regla general de bebidas alcohólicas. El aperitivo se puso de moda, también la copa al atardecer. Por otra parte apareció un nuevo tipo de cliente. Jóvenes deportistas, alegres y resueltos, que rompían con el decadente bohemio de café (Bonet Correa, 2012: 63).
¡Salud! |
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BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA.
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