15. Mar. (Dos cipreses confirman un
cauteloso enlace de amor antiguo ante el recuerdo de un niño-santo)
Mediodía,
todavía penduleaba, tímido, el columpio que un minuto antes abandonara un chiquillo
ante la llamada de su madre. Solo quedaban el runrún de la mula de siembra
abriendo surcos en una tierra demasiado cansada, y el chirriar metálico del
rodillo que preparaba la nueva moqueta sinople para la primera primavera… Y,
entonces…, atento, con el corazón del sueño abierto, y el sol colándose en
haces por entre las celosías de las ramas, quisiste percibir cómo dos cipreses
―uno al lado del otro― cimbrearon ligeras caricias para confirmar un cauteloso
enlace de amor antiguo. Allí mismo, frente al pilar que sirvió de altar a ese
festejo de la Naturaleza; donde, décadas atrás, la arboleda vieja refrescó la
estatua de un niño-santo que dio nombre a la plaza; quisiste percibir ―también―
cómo los arboles del amor, con sus
adornos de vainas cobrizas, modestamente principiaban a florear albirrosados tejidos
en señal de alegría; y las acacias del
Japón alzaban hacia el cerúleo sus ramajes desnudos en señal de purífica
alabanza; y, los pinos, lanzaban sus acículas formando una discreta y parda
algarabía. Todo… absolutamente todo aquel misterio fue presidido por el
recuerdo de aquel niño-santo. Y esto ocurrió… cuando al mediodía, con el
corazón del sueño abierto, y, el sol colándose en haces por entre las celosías
de las ramas, permitieron, a un profano, ser testigo de algo sagrado.
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