Pedro
Marquina Dutú (Zaragoza 1834 – Madrid 1886)[1],
tío del poeta y dramaturgo modernista Eduardo Marquina, fue otro de esos
mártires de la causa bohemia que terminó sus días malviviendo por no haber
sabido domar los impulsos alcoholíferos, antes de que la gloria lo encumbrara.
Pero no adelantemos acontecimientos sobre su fenecimiento y atendamos a sus
inicios.
Los
testigos de la época describían a Marquina como un personaje que en lo físico resultaba
más bien vulgar:
[...] de corta estatura, delgadillo, enclenque, desmirriado, escrofuloso, de nariz aguileña y ojos negros y expresivos —aunque pequeños—, de frente despejada y un tanto deprimida, con el pescuezo lleno de costurones debido a la escrófula, desaseado y descuidadísimo en el vestir, como era de rigor en el ya mermado gremio a que pertenecía.[2]
De
esta descripción se denota que aquella impertinente infección de escrófula, sin
lugar a dudas, debió de coadyuvar en el bohemio para darle a su conjunto un
aspecto, cuando menos, poco agraciado.
De
su etapa en Zaragoza se sabe que estudió en el seminario, del cual no tardaría
en ser expulsado debido a su espíritu inquieto. Marcharía después a la coronada
villa, como tantos otros escuderos de escritores en pos de los lauros. Una vez
allí alcanzó la popularidad gracias a sus piezas cómicas y obras dramáticas,
que si bien nunca fueron obras maestras, fueron meritorias en su alegre e ingeniosa versificación. Obras como El arcediano de san Gil, episodio
dramático-histórico en un acto y en verso estrenado en el Teatro Martín[3]
el 31 de enero de 1873, o El poeta de
guardilla comedia en un acto y también en verso estrenada en el teatro
ídem, el 6 de septiembre de 1874, fueron dos de sus grandes triunfos, y por los
que sería más recordado, amén de otras piezas como El cosechero riojano o Palabra
de aragonés.
Pedro
Marquina se convirtió hacia la década de 1870 en el “rey del teatro Martín”,
donde representaba sus obras con notable éxito para él y los empresarios del
mismo, de tal forma que no tardó el dramaturgo aragonés en aprender a derrochar
sus ganancias, fruto de su ingenio en las pretendidas libaciones de tabernas y
figones. Vino y aguardiente se convirtieron, así, en el elixir con el que
Marquina y sus cofrades alzaban sus copas ante las coronas alcanzadas.
La
fama del zaragozano no tardaría en trasladarse a otros proscenios de mayor
categoría, y así, gracias a un encargo del provecto actor y empresario Manuel
Catalina[4],
el 4 de agosto de 1874 estrenó en el teatro Apolo —considerado de primera categoría—
su obra Un grano de trigo en tres actos y en verso. Sin embargo y para
sorpresa del bohemio, la obra pasó sin pena ni gloria, lo cual supuso un punto
de inflexión en su vida, pues al no verse reconocido por el
respetable, volvió a sus obras en un acto más acordes de los teatros por horas.
Fueron
entonces muy remembradas por los semblancistas de la época, las pícaras
prácticas que Marquina realizaba para beber gratis en los tugurios capitalinos.
Así, se hizo costumbre por su parte vender los derechos de sus próximos
estrenos, a algún tabernero descuidado, a cambio de bebida gratis; de tal forma no fueron pocos los casos, llegado el día del estreno, en el que varios
taberneros aparecían apostados a las puertas del teatro con la inocente pretensión
de cobrar unos derechos que ya tenía adquiridos el empresario del edificio.
Con
aquellas y otras argucias, Pedro Marquina fue cayendo ineluctablemente en la
vorágine de la bohemia más hampona, donde las tribulaciones pecuniarias estaban
a la orden del día. Antonio Álvarez, empresario del teatro Martín, compadecido
de aquel que tantos triunfos llevó a su humilde templo, llegó a ofrecerle plato en su casa, todas las tardes a la hora de la cena, bajo la promesa de que este no fuera
borracho; huelga decir que aquella quimérica promesa no duró más de una semana.
El
teatro Martín y Recoletos, teatro Recoletos y Martín, amén de algún otro,
fueron los únicos que ya en su etapa final tuvieron a bien encender sus
candilejas para los versos del aragonés. Pedro Marquina como cofrade de la numerosa
sociedad báquica, donde Pedro Escamilla, Pelayo del Castillo o Manuel Alaminos,
destacaron junto a él, fue poco a poco agostando su ingenio. Hacia 1878 los
problemas económicos de Marquina debieron ser apremiantes, pues se encuentran algunas
referencias a una función realizada en el teatro de Novedades el 30 de abril,
en beneficio del autor.
Pero
dentro de aquella vida de malandanzas, se dio una anecdótica y harto curiosa
vivencia, que por lo graciosa, debe aquí ponerse por escrito: se cuenta que un
día el desarrapado Marquina apareció por la calle Sevilla —lugar de reunión de
pillos y pillastres epocales—, con un elegante gabán color ceniza, que le
quedaba algo grande para su menudo talle. Los parroquianos se mofaron creyendo
que lo habría robado de algún muerto del depósito, mas el altivo dramaturgo,
siempre bravucón, acalló a los taimados imprecadores contando que aquel gabán
se lo había regalado el mismísimo don Práxedes Mateo Sagasta esa misma mañana. Según
parece, un atribulado Marquina se personó en la puerta de la vivienda del
político, en una mañana de enero, dando tiritones y gritando; Sagasta, que ya lo
conocía, lo dejó pasar y tras percatarse del aspecto destartalado del bohemio,
vestido con una americana en una gélida mañana matritense de menos ocho grados,
se compadeció y le regaló uno de sus más nuevos gabanes para que pudiera
sacarle el mayor provecho posible.
Práxedes Mateo Sagasta, varias veces Presidente del Consejo de Ministros |
Ciertas
estas historias o no, lo que sí se puede concluir de ellas —y otras más que
quedarían en el tintero—, es que Marquina en sus últimos años se convirtió en
un pícaro y sablista en toda regla, el cual se guardaba de cualquier escrúpulo por mendugar
favores; y así, tal práctica, en una época donde los artistas andaban más desamparados que una oveja sin rebaño, se convirtió en necesidad primorosa para la subsistencia.
Finalmente, tras algún que otro estreno esporádico, pues
todavía en 1883 hay constancia de una obra suya —Para palabra, Aragón—, y a las declamaciones de algún poema escrito
de forma rápida, que gracias a la benevolencia de sus viejos camaradas, podía declamar
al finalizar una representación, el ingenio de Pedro Marquina, autor de El arcediano de san Gil, se fue
consumiendo.
Y
es así cuando llegamos a la polémica mañana del 24 de agosto de 1886. Mañana en
la cual el alma del artista escapó en un último y esforzado hálito para
encontrar su reposo en el panteón de los héroes caídos de la Literatura. Y
decimos polémica porque según unos remembristas Marquina murió en una hospedería, y su cadáver sería hallado, en pleno frío
inviernal, junto al portal de una angosta calle, tras ser arrojado el cuerpo por
la misma patrona para evitar molestias; mientras que para otros murió en un caluroso
agosto tras pasar dos meses agonizando en el hospital. Y dicho sea de paso, tanto
unos como otros tienen razón y se equivocan por igual. Lo cierto del luctuoso suceso, es que el cadáver del dramaturgo fue encontrado, ya sin vida, a la altura
del portal nº11 de la calle de Lavapiés, donde se llegó a testimoniar, inclusive,
que en el bolsillo de su chaleco aparecieron 15 céntimos, quién sabe si para dar
pábulo a una última curda en algún tugurio de los alrededores.
Su
sepelio sería costeado por la Asociación de Escritores y Artistas, tras pasar
el cuerpo cinco días pudriéndose en el depósito de cadáveres. Un testigo recreó
el lamentable estado en que se hallaba el cuerpo antes de la ceremonia.
[...] tendido sobre desnuda mesa estaba el cadáver con los ojos abiertos el rostro hinchado y negro, informes las manos, cubierta de espuma la boca, descalzos los pies, sin camisa que cubriese los hombros, y arrojada asquerosamente toda aquella inmundicia en una caja asquerosa y rota...[5]
Acudieron
a la despedida sus más allegados, entre los cuales no faltaron grandes plumas
del momento como el propio erudito don Gaspar Núñez de Arce. Pedro Marquina se
reunía así con su compañero de correrías bohemias, ya fenecido, Pelayo del
Castillo, y no tardarían en caer otros como Pedro Escamilla. Y es que salvo
contadas excepciones, como la de Moreno Godino, las huestes de la bohemia
realista de mediados del antepasado siglo, de aquella primera generación
institucionalizada de la bohemia española, no llegaría a ver los albores del nuevo siglo:
los excesos con el vino y aguardiente, las dietas frugales, junto a la, todavía
muy vigente, idea aristocrática de las letras por la cual se expelía a sus devotos
para desempeñar por largo tiempo trabajos de otra índole, no fueron nunca prácticas
que casaran bien con las extensas y reposadas vidas.
Hoy,
de Pedro Marquina nos queda el recuerdo jalonado de anecdóticas peripecias, así
como unas cuantas obras dramáticas, cuyas
lecturas quizá solo sean recomendables para los muy interesados en la temática,
o para algún extravagante histrión de compañía local que, compadecido de la
memoria del dramaturgo, decida recuperar para la escena alguna de sus obras
más insignes. De tal forma, y previendo tal hipotético caso, podrá aquí consultar El poeta de guardilla,
obra presumiblemente autobiográfica, que refleja precisamente las miserias y
extorsiones a las que tenían que enfrentarse los hijos de las musas para
subsistir en una sociedad profusamente materialista.
[1] A este bohemio le dediqué otra
semblanza el 18 de marzo de 2012, donde incidía en su principal obra de teatro:
El poeta de guardilla. El motivo de
esta nueva entrada responde a extender su anecdotario tras los nuevos estudios que he realizado.
[2] FLORES GARCÍA, Franciso,
“Recuerdos de antaño: uno de los últimos” en La Ilustración Española y Americana, 8 de mayo de 1907, p. 275.
[3] El teatro Martín, sito en la
calle Santa Brígida, fue inaugurado hacia 1870, aunque su tiempo de esplendor
llegaría en la década siguiente cuando se hizo popular por ofrecer zarzuelas. En
sus primeros años ofertaba espectáculos por horas, es decir, en una tarde-noche
albergaba varias piezas de corta duración —no más de una hora—, cuya entrada
resultaba más barata que la de las representaciones convencionales. El teatro
perduró hasta 1994 cuando sería derruido por su estado de abandono.
[4] Manuel Catalina (1820-1886) fue
un eminente actor y empresario de teatro, junto con su hermano Juan Catalina
creó una compañía que rivalizó en su tiempo con la de los hermanos Romea. Hasta
cierto punto podría decirse que los autores fueron rivales en los proscenios, y
tal fue así, que cuando Julián Romea rompió
con su mujer y actriz Matilde Díez, esta se marchó a la compañía de los
hermanos Catalina. Curiosamente se da la casualidad, de que Matilde Díez
participó en la obra Un grano de trigo
de Pedro Marquina.
[5] CORTÓN, Antonio, “Mi biblioteca:
los bohemios” en La Vanguardia, 11 de
diciembre de 1900, p. 5.
4 comentarios:
A veces me he preguntado si no escribieron más por el alcohol y la mala vida o eso les salvó de escribir.
Creo, estimado Pedro, que en estos casos extremos, simplemente se dedicaron a escribir hasta que el consumo desaforado de alcohol se lo impidió. Bien sabes que no son pocos los escritores que no pueden soportar sus fantasmas, volcados entre sus páginas, y caen en el alcoholismo para huir.
Bonito artículo, Pablo.
Eclipsado por el sobrino, pero más talentoso que él, sin ser mejor.
Nota bene: me alegra ver que tu prosa sigue igual de vigorizada que de costumbre, significada y diferenciada, sin hacer concesiones al pabellón de los amortajados, y sin caer en debilitamientos mediocres que la condenarían al pozo de los ahogados, etc.
Saludos,
José Antonio Bielsa
José Antonio, desde luego ahí seguimos bregando contra la crítica amortajada. Toda una alegría encontrarte por estos lares y un sentido placer recibir elogios semejantes de tu parte.
Un cordial saludo.
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