Cuando en el tranvía se viaja con el morro puesto en la pantalla del móvil y uno se da cuenta de que es un bicho raro por leer un libro
Recientemente me encontraba
sentado en la parada del tranvía, en uno de esos días que suceden a la Navidad
y preceden todavía a la Noche Vieja, uno de esos días de solaz y reposo, antes
de proseguir en la agotadora vorágine de comidas, cenas y festejos que le dejan
a uno envejecido y con cuatro quilos de más en el cuerpo. Sea como fuere el
asunto es que estaba allí sentado, a la espera del tranvía, mientras leía una
edición bilingüe de la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray, o como bien reza en la portada: The picture of Doria Gray. Mi pareja,
que tiene mucha ‘confianza’ en mí al respecto del inglés –concierta sorna– me
lo regaló bajo la esperanza de que tras su lectura seguro acabaría comprendiendo
los ricos matices de la lengua anglosajona, o, en su defecto, la acabaría mandando
a freír espárragos en un arrebato castizo. Así pues, servidor, por aquello del
querer, se lanzó ganoso a la tarea y así seguía. Los que hayan
leído a Oscar Wilde sabrán que es el rey del esteticismo y las paradojas,
y claro, adentrarse a bregar así por las buenas entre descripciones
preciosistas y frases con dobles sentidos, pues le acaban dejando a uno
exasperando. Ese día, sin embargo, me propuse no cejar en mi empeño y llevé el
libro a todas partes conmigo: que si bajaba a pasear a mi perra, pues allá que
iba traduciendo paradojas y subrayando con lapicero; que si aprovechaba para
comprar el pan, pues también; que quedaba con alguien por el centro de la
ciudad, allá que aprovechaba el camino e ídem; y así pasó, que casi caída la tarde,
mientras intentaba traducir “But beauty, real beauty, ends where an intelectual
expression begins” anonadado por tal despliegue de genialidad, alcé la vista
del libro casi por descuido, y pude percatarme que la parada estaba tomada por
un conjunto de personas las cuales, afanosamente, ejecutaban sus teléfonos
móviles.
Ya fueran tecleando o
leyendo mensajes, la situación era que nadie prestaba atención a nadie, nadie
hablaba con nadie, y pareciera que los mayores secretos del mundo se
escondieran en los móviles aquellos. Llegó el tranvía y subí a este para
continuar mis lecturas y subrayados lapiceriles: me senté, y al cabo de unos
pocos minutos alcé la vista nuevamente para ver cuánto quedaba hasta alcanzar
mi parada –no fuera a perderla como ya en otras ocasiones me había ocurrido por
culpa de la lectura–. Pero cuál pudo ser mi sorpresa cuando me di cuenta que aproximadamente
la mitad de los pasajeros del vagón del tranvía, y no eran pocos, al igual que
me había sucedido durante la espera, se encontraban ensimismados tecleando sin
parar. Allí vi a un hombre de unos cuarenta años jugando con un videojuego de
esos de tiros; a unas mujeres de mediana edad despidiendo fuego por sus pulgares
al teclear unos mensajes que, por el empeño y rapidez mostrados, debían
resultar de vida o muerte; también vi a unos adolescentes con los auriculares
puestos y dando la sensación de consultar el internet mientras, tal vez con la
música de Lady Gaga o Katy Perry, se les amenizaban los oídos; incluso
hallé a un treintañero con el que empaticé un tantico, pues este, con un
palitroque parecía subrayar en su adminículo tal lo hiciera yo en mi
edición bilingüe con el ya rudimentario lapicero. He de decir que por un
momento sentí como si aquellas gentes estuvieran contagiadas por una especie de
movilmanía, la cual, los transmutaba en auténticos sportmen y sportwomen del
tecleo: «Tiqui, tiqui, taca, taca», eran los únicos sonidos que producían, y
eso cuando lo hacían.
Los efectos de la molvilmanía entre la población |
En ese momento me sentí un
bicho raro, una suerte de ratón de biblioteca perdido entre una manada de vigoréxicos
de la tecnología portátil: «Si al menos fueran víctimas de la lecturamanía» me
decía a mí mismo con cierta malicia para sentirme mejor. Entonces llegué a mi parada y ya en la
calle, de camino a mi cita, comencé a reflexionar: «¿Qué hago yo con un libro…?
¿Acaso no estoy perdiendo el tiempo cuando podría leer en un móvil como la gran
mayoría de la gente del tranvía? ¿No podría caer también en la práctica de la
movilmanía y utilizarla en mi beneficio? Utilizarla… no para mandar mensajes
compulsivamente a los amigos –que también–; no para escuchar música o ponerme a
jugar a simuladores guerrillistas –que vayan ustedes a saber si no lo acabaría
haciendo–; sino para descargarme libros y revistas electrónicas, diccionarios de
idiomas, y toda otra suerte de tecnologueces gracias a los famosos paquetes de
aplicaciones y dar así pábulo a mis deseos de aprender».
Recordé en ese instante que
mi aparato era muy viejo y necesitaba renovarlo; que además de comprarme uno
nuevo para poder llevar a cabo todo lo que acababa de divagar, necesitaría
horas, o quizás días para instalar las aplicaciones necesarias, luego vendrían
nuevas actualizaciones para las mismas, y quién sabe si también
reactualizaciones para las actualizaciones. Entonces sentí ciertos escalofríos,
sudé, y tras dudar un instante saqué mi lapicero del bolsillo y volví a continuar
con el subrayado de paradojas y otros dislates del escritor irlandés: ¡había
sufrido un breve brote de movilmanía!
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