sábado, 2 de enero de 2016

La movilmanía

Cuando en el tranvía se viaja con el morro puesto en la pantalla del móvil y uno se da cuenta de que es un bicho raro por leer un libro

 

Recientemente me encontraba sentado en la parada del tranvía, en uno de esos días que suceden a la Navidad y preceden todavía a la Noche Vieja, uno de esos días de solaz y reposo, antes de proseguir en la agotadora vorágine de comidas, cenas y festejos que le dejan a uno envejecido y con cuatro quilos de más en el cuerpo. Sea como fuere el asunto es que estaba allí sentado, a la espera del tranvía, mientras leía una edición bilingüe de la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray, o como bien reza en la portada: The picture of Doria Gray. Mi pareja, que tiene mucha ‘confianza’ en mí al respecto del inglés –concierta sorna– me lo regaló bajo la esperanza de que tras su lectura seguro acabaría comprendiendo los ricos matices de la lengua anglosajona, o, en su defecto, la acabaría mandando a freír espárragos en un arrebato castizo. Así pues, servidor, por aquello del querer, se lanzó ganoso a la tarea y así seguía. Los que hayan leído a Oscar Wilde sabrán que es el rey del esteticismo y las paradojas, y claro, adentrarse a bregar así por las buenas entre descripciones preciosistas y frases con dobles sentidos, pues le acaban dejando a uno exasperando. Ese día, sin embargo, me propuse no cejar en mi empeño y llevé el libro a todas partes conmigo: que si bajaba a pasear a mi perra, pues allá que iba traduciendo paradojas y subrayando con lapicero; que si aprovechaba para comprar el pan, pues también; que quedaba con alguien por el centro de la ciudad, allá que aprovechaba el camino e ídem; y así pasó, que casi caída la tarde, mientras intentaba traducir “But beauty, real beauty, ends where an intelectual expression begins” anonadado por tal despliegue de genialidad, alcé la vista del libro casi por descuido, y pude percatarme que la parada estaba tomada por un conjunto de personas las cuales, afanosamente, ejecutaban sus teléfonos móviles.
Ya fueran tecleando o leyendo mensajes, la situación era que nadie prestaba atención a nadie, nadie hablaba con nadie, y pareciera que los mayores secretos del mundo se escondieran en los móviles aquellos. Llegó el tranvía y subí a este para continuar mis lecturas y subrayados lapiceriles: me senté, y al cabo de unos pocos minutos alcé la vista nuevamente para ver cuánto quedaba hasta alcanzar mi parada –no fuera a perderla como ya en otras ocasiones me había ocurrido por culpa de la lectura­–. Pero cuál pudo ser mi sorpresa cuando me di cuenta que aproximadamente la mitad de los pasajeros del vagón del tranvía, y no eran pocos, al igual que me había sucedido durante la espera, se encontraban ensimismados tecleando sin parar. Allí vi a un hombre de unos cuarenta años jugando con un videojuego de esos de tiros; a unas mujeres de mediana edad despidiendo fuego por sus pulgares al teclear unos mensajes que, por el empeño y rapidez mostrados, debían resultar de vida o muerte; también vi a unos adolescentes con los auriculares puestos y dando la sensación de consultar el internet mientras, tal vez con la música de Lady Gaga o Katy Perry, se les amenizaban los oídos; incluso hallé a un treintañero con el que empaticé un tantico, pues este, con un palitroque parecía subrayar en su adminículo tal lo hiciera yo en mi edición bilingüe con el ya rudimentario lapicero. He de decir que por un momento sentí como si aquellas gentes estuvieran contagiadas por una especie de movilmanía, la cual, los transmutaba en auténticos sportmen y sportwomen del tecleo: «Tiqui, tiqui, taca, taca», eran los únicos sonidos que producían, y eso cuando lo hacían. 


Los efectos de la molvilmanía entre la población

En ese momento me sentí un bicho raro, una suerte de ratón de biblioteca perdido entre una manada de vigoréxicos de la tecnología portátil: «Si al menos fueran víctimas de la lecturamanía» me decía a mí mismo con cierta malicia para sentirme mejor. Entonces llegué a mi parada y ya en la calle, de camino a mi cita, comencé a reflexionar: «¿Qué hago yo con un libro…? ¿Acaso no estoy perdiendo el tiempo cuando podría leer en un móvil como la gran mayoría de la gente del tranvía? ¿No podría caer también en la práctica de la movilmanía y utilizarla en mi beneficio? Utilizarla… no para mandar mensajes compulsivamente a los amigos –que también–; no para escuchar música o ponerme a jugar a simuladores guerrillistas –que vayan ustedes a saber si no lo acabaría haciendo–; sino para descargarme libros y revistas electrónicas, diccionarios de idiomas, y toda otra suerte de tecnologueces gracias a los famosos paquetes de aplicaciones y dar así pábulo a mis deseos de aprender».
Recordé en ese instante que mi aparato era muy viejo y necesitaba renovarlo; que además de comprarme uno nuevo para poder llevar a cabo todo lo que acababa de divagar, necesitaría horas, o quizás días para instalar las aplicaciones necesarias, luego vendrían nuevas actualizaciones para las mismas, y quién sabe si también reactualizaciones para las actualizaciones. Entonces sentí ciertos escalofríos, sudé, y tras dudar un instante saqué mi lapicero del bolsillo y volví a continuar con el subrayado de paradojas y otros dislates del escritor irlandés: ¡había sufrido un breve brote de movilmanía!

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