13.
Agos. (El llanto de Melpómene)
Era otro solaz, otro relax hallado en la terraza de
una cervecería junto al Teatro Principal. A tu lado dos turistas con aspecto un
tanto perdulario se encontraban repasando un callejero, a buen seguro dilucidaban
la mejor ruta antes de consumir las horas de su estadía rellenando la memoria
de su cámara fotográfica. ―Eres de la opinión que se está perdiendo, muy mucho,
el largo delecte de la contemplación―. Enfrente otra pareja ―parecían
encelados―, leían cómplices la carta del establecimiento antes de que el
camarero fuera a tomarles nota.
Tras el inusual remedo otoñal de los últimos días,
volvía el calor agosteño, algo contenido aún, pero calor. Impelido por la benignidad
de la mañana, y tras un pequeño brujuleo, realizaste aquel alto intencionando apurar
la lectura del Canto Errante de
Darío. Buscaste mejor acomodo justo bajo un frondoso tilo, matizaba este la luz
radiante haciendo del sol apenas un puñado de jirones que daban sensación de
pender de las ramas; luego vino el frescor de un granizado de limón y el correr
rítmico de una gavilla de versos modernistas. ¿No son acaso tales momentos, cuando
el entorno se confabula con la poesía para colmar el día de serenitud, idóneos para dejarnos vencer por libros de un «lenguaje inaudito y raro?».
* * *
Parecía otro solaz, otro relax hallado en la terraza
de una cervecería junto al Teatro Principal hasta que un horrísono grito turbó,
fortuito, fugaz, desgarradoramente la quietud de la terraza: «¡Pero qué España
es esta! ¡No aguanto más! Que ven que mi hijo se me está muriendo y no hacen
nada… ¡canallas!». Entre sollozos, una mujer de mediana edad acortó de un tajo
por entre las mesas y sillas de la terraza, los circunstantes por un momento quedasteis
mirándola sorprendidos: la pareja encelada dejó de leer la carta, los turistas perdularios
de atender su callejero, y tú, volviste de un plumazo al mundo real. Fue breve
el quejido de aquella mujer, tan breve como intenso y desesperado, tal si
hubiera de interpretarse en algún drama, mas resultaba real, demasiado vívido
incluso para una ficción; y se marchó la atribulada calle abajo, mascullando
por teléfono móvil una tragedia, su tragedia, otra tragedia más que venía a recordar
la cara lacerante por encima de la vaciedad que, a veces, arrastra la vida
mundana.
Incapaz de proseguir tu lectura, embotado el corazón
por el frío eco indecible de aquellas palabras ―«que ven que mi hijo se me está
muriendo y no hacen nada… ¡canallas!»―, concluiste
que incluso en un bello día de luz clara y reposada lectura, la devastación pude
rozar, sorprender trágicamente. Te propusiste al cabo seguir soñando, leyendo… «[…]
en medio de un desierto/ me puse a clamar;/ y miré al sol como muerto/ y me
eché a llorar». Y como si de un canto errante verdadero se tratara, resonó crispándote
los nervios aquel grito desolado que se alejó calle abajo. Resonó… el llanto de
Melpómene impregnado de compasión por las paredes relucientes del Teatro
Principal.
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